sábado, 27 de agosto de 2016

LA VERDADERA GRANDEZA

Cuando des un banquete, invita a los pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten a los justos. (Lc 14,13-14) 

¡Qué grande es sentirse elegido y amado por Dios! Ésta es la gran noticia del Evangelio. Yo he sido amado con una ternura extraordinaria porque Dios es mi padre, mi madre. Efectivamente, nunca olvidaré el amor de mis padres, siempre entregados a mí a pesar de mis fallos, incluso a pesar de mis actitudes muchas veces desatinadas. Siempre supieron perdonarme y nunca dejaron de dármelo todo. Y Dios es mucho más generoso, mucho más misericordioso conmigo. Mira que le he sido infiel muchas veces, y, sin embargo, sigue contando conmigo y confiando más en mí que yo mismo. 
Por eso quiero sentir lo pequeño que soy. Reconocer con mucha sencillez que realmente no soy nada y que todo lo bueno que tengo lo he recibido como un regalo para darlo yo también a los demás. He aprendido del Señor la lección de no querer figurar ni buscar reconocimiento alguno sino, mejor, ponerme en el sitio de los últimos. Es un buen sitio, porque así estoy cerca de los pequeños y de los que no cuentan en este mundo, así me hago cercano a todos porque me ven como uno más.  
Esta fue la forma de proceder del Señor, mi maestro. El Evangelio nos cuenta cómo se acercó a los pecadores, a los enfermos, a las mujeres y a los niños. Entre sus discípulos estuvieron siempre los sencillos y se llenó de alegría al ver que los grandes misterios se les revelan a los pequeños y no a los sabios y los entendidos. Para entrar por la puerta estrecha no hay más remedio que menguar, que hacerse pequeño, como en aquella escena de Alicia en el país de las maravillas.  
La otra lección que he aprendido es la de la gratuidad: Invitar a los que no me van a devolver el favor porque así tendré la recompensa de mi Padre del cielo. Cuanto más dé sin recibir nada, mayor será  el tesoro que se acumulará para mí en la otra vida. Esto es saber vivir con agradecimiento al Señor que lo ha dado todo por mí sin que yo mereciera nada. Puedo entender entonces el sentido del mandamiento de amar a los enemigos. 
Hoy contemplo también a María. Ella cantó la grandeza del Señor que se fijó en su humillación, a ella la llamamos todos bienaventurada por las cosas grandes que Dios ha realizado en su persona y con ella, también nosotros alabamos al Señor que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, que llena de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos. 

En ti, Señor Jesucristo, he conocido el valor de la verdadera grandeza. Tú te has despojado de todo, naciendo en un pesebre, viviendo entre los pobres y muriendo en una cruz como un criminal. Sin duda, tú has elegido el último lugar. Pero Dios te ha enaltecido, te ha llevado a la plenitud de la gloria y te ha convertido en el único nombre que puede salvarnos. Tú eres mi único Señor y no quiero servir a nadie más que a ti.

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