sábado, 25 de junio de 2011

El pan bajado del cielo

Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. (Jn 6,51)

En la última cena Jesús instituyó la Eucaristía y nos dejó este sacramento de su cuerpo y de su sangre. Era la víspera de su muerte. Así el pan y el vino consagrados son para nosotros el sacrificio de la cruz, el memorial de la entrega del Señor. Jesucristo en persona se nos ofrece como alimento en este pan y en este vino.
Considerando este hecho, está claro que no hay en el mundo mayor don que encontrar a Cristo en la Eucaristía y recibirlo como alimento. Esta presencia viva del Señor en el pan eucarístico es la que nos reúne el día del Corpus y nos mueve a adorar a Cristo vivo presente en la Sagrada Forma. En esta procesión no es una imagen lo que va recorriendo las calles sino el mismo Señor que nos acompaña bajo esa humilde apariencia del pan. Así se explica la grandeza de esta fiesta y la devoción que suscita entre nosotros. Ante la presencia viva del Señor nos sentimos sobrecogidos porque comprendemos que se trata de un amor que nos supera.
Ante Cristo vivo en el sacramento nosotros sí que podemos reconocer que Dios está muy cerca de nosotros, tanto que nos permite verlo y adorarlo, tocarlo y hasta comerlo para que esté siempre con nosotros.
Comprender bien este misterio transforma nuestra vida y se puede decir que transforma el mundo. Al reconocer a Cristo con nosotros sentimos el deseo de recibirlo para que él fortalezca nuestra debilidad, sentimos la necesidad de purificarnos del pecado para disponer nuestro corazón a recibir un don tan grande y experimentamos también el compromiso de vivir el Amor y la entrega para corresponder al don que hemos recibido.
Porque es Jesús mismo quién vive en este pan, ha sido posible para los creyentes vivir el evangelio y entregar la vida por él. Aquí encontraron los mártires la fuerza que necesitaban para vencer en tan duro combate, aquí encontraron muchos santos el impulso para vivir el amor de forma heroica y la necesidad de llevar este don a todos los rincones del mundo.
Por eso hoy contemplamos a Cristo en este pan y  ante él rezamos y lo adoramos y también lo acompañaremos con nuestros himnos. Ante esta presencia comprendemos que no podemos vivir sin la Eucaristía.

Tú estás aquí, en este pan para darme fuerzas en mi debilidad, para alentarme a vivir según las Bienaventuranzas, para levantarme de mis caídas y para quedarte conmigo para siempre.

sábado, 18 de junio de 2011

Para que el mundo se salve

Dios no mandó su Hijo al mundo
Para condenar al mundo,
Sino para que el mundo se salve por Él.

         Ya está bien de tanto condenar, digo yo. A veces parece que nos hemos convertido en los que todo lo condenan y hacemos que mucha gente vea en la religión sólo motivos de rechazo.
         Jesús no ha venido a condenar, lo deja bien claro el Evangelio. Dios no quiere condenar al mundo. Porque Dios es Amor y ama al mundo y cada uno de los que vivimos en él.
         Alguien puede decir: ¿Es que a Dios no le importa el pecado? Yo puedo responder: claro que a Dios le importa el pecado. Dios quiere acabar para siempre con el pecado. El pecado nos destruye, hace que seamos infelices, nos divide y rompe la armonía que tenía que haber entre nosotros. El pecado nos esclaviza, y nos domina. Dios quiere acabar con todo esto porque Dios es Amor y siente una enorme compasión al vernos desvalidos y vencidos por el pecado.
         Pero para derrotar el pecado no puede condenarnos, porque, en ese caso, los que terminamos derrotados somos nosotros. Sería terrible, haber sido esclavos del pecado y terminar condenados. Dios, que es Padre, no puede permitir algo así y por eso nos ha enviado a Cristo, a su Hijo único.
         Jesús no ha venido a echarnos en cara lo malos que somos, no era ésa su misión. Él viene a traernos la deseada libertad. Por eso lo que quiere es Salvarnos. Para salvarnos nos ofrece, en primer lugar el perdón de Dios. Al pecado no se le derrota con la condena sino con el perdón y con el Amor. Con el perdón, Jesús nos muestra también el camino para encontrar la libertad, el camino de una Vida Nueva que se basa en vivir el Amor con todas sus consecuencias. Y para que todo nos resulte aun más fácil nos envía su Espíritu, el Espíritu Santo que nos anima, nos fortalece y nos va llevando a hacer las buenas obras del Evangelio. Contamos con la ayuda de los sacramentos, con su Palabra y también con el poder de la oración. Gracias al Amor de Dios hemos sido salvados.
         Si comprendemos este regalo de Dios y de su amor, pienso que dejaremos también nosotros de condenar al mundo. Nuestro objetivo, como verdaderos discípulos debe ser salvar y no condenar. Habrá que denunciar el pecado y mostrar el mal que nos hace, pero sobre todo hay que proclamar el Amor de Dios y el camino de la Salvación que se nos ofrece.

         Padre Dios, me has regalado la vida y el mundo con todas las cosas bellas que hay en él y para salvarme me has enviado a tu Hijo único.
         Señor Jesús, has dado tu vida por mí y te entregas cada día en la Eucaristía. Siempre que te busco te encuentro disponible como compañero de camino.
         Espíritu Santo, me haces orar y pones en mi boca palabras acertadas para anunciar el Reino de Dios. Tú vienes a socorrer mi debilidad con la Gracia.
         Gracias, Dios, gracias Trinidad Santa.