domingo, 23 de febrero de 2020

SED PERFECTOS


Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto. (Mt 5,48)

Un hombre me comentó que estaba sorprendido por el mandato de Jesús de ser perfectos. Le parecía una exageración, algo imposible de conseguir. En realidad lo que nos está mandando es que seamos como Dios y esto no está a nuestro alcance. Pero ésta es la llamada universal a la santidad. Como vemos forma parte del Evangelio y ya desde el origen Dios también se lo mandaba a su pueblo: seréis santos porque yo soy santo.
Entiendo que este mandato está basado en todo lo que el pueblo ha recibido de Dios, que sin duda es puro don porque no ha habido ningún mérito. Dios ha sido generoso, ha tratado al pueblo con misericordia y ha perdonado sus pecados. Como dice el salmo: te perdona, te cura, te rescata de la muerte y te colma de gracia y de ternura. Ser santos, es hacer con los demás lo que Dios hace con nosotros: ser generosos, perdonar, curar, rescatar y llenar de gracia y de ternura. Un gran propósito para la vida: llegar a ser como Dios. Adán pretendió ser como Dios y pecó porque se dejó engañar por la serpiente, pero ser como Dios es el objetivo de nuestra vida: ser como Dios obedeciendo y siguiendo sus pasos.
Claro que es inalcanzable la santidad y la perfección, es la meta que nos tenemos que fijar y cada día hemos de ir caminando hacia ella. Cada día tendremos que corregir muchos pasos equivocados y tendremos que rectificar muchas veces el camino. Pero hemos de caminar firmemente hacia esta perfección divina.

El señor que nos propone este mandato conoce nuestros límites y nos pone el remedio estando cercano a nosotros. Él nos alimenta con la Eucaristía para que nuestro corazón se llene con su amor, él perdona nuestros pecados para que recuperemos la santidad y nos escucha siempre. Por eso la oración, los sacramentos, la Palabra y la Caridad fraterna son el apoyo con el que podemos hacer posible esta meta que parece inalcanzable de ser santos y perfectos como Dios. Gracias a esta gran ayuda ha habido muchos creyentes que han sido capaces de dar la vida, de perdonar siempre y de amar y bendecir a los que les estaban haciendo el mal. Su ejemplo nos anima y nos recuerda que es posible vivir la santidad.

¡Qué gran Caridad has tenido conmigo! He experimentado constantemente tu perdón y tu compasión y he sentido que tú me valoras y encuentras en mí más posibilidades de las que yo pensaba. Por eso me llamas y confías en que puedo seguir tus pasos. Siempre me dices: No temas que yo estoy contigo. No puedo más que cantar tu alabanza por siempre.

domingo, 16 de febrero de 2020

LA SABIDURÍA DIVINA


En verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley.
El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos. (Mt 5,18-19)

La Palabra de Dios nos enseña una sabiduría extraordinaria. San Pablo dice que es una sabiduría divina; por eso mismo no se puede alcanzar sólo con razonamientos humanos, ni siquiera la obtienen los más inteligentes. Pero nosotros podemos acceder a esta sabiduría porque nos ha sido revelada, porque hemos conocido a Jesucristo, que es la Sabiduría, y porque él nos envía el Espíritu Santo que nos va preparando para que comprendamos este mensaje misterioso.
Para los judíos la sabiduría consistía en el cumplimiento de la ley. Ellos mismos descubrían en las palabras de la ley la sabiduría de Dios y sentían que las demás naciones se admiraban de ellos por tener a Dios tan cercano y disponer de una ley tan sabia. Cumplir o no la ley es elegir entre la vida y la muerte.
La ley, con el paso del tiempo, llegó a convertirse en una esclavitud. Porque se quedó sólo en normas y ritos y se perdió su verdadero sentido: la voluntad de Dios. Por eso Jesús, en el sermón de la montaña nos anima a cumplir la ley pero en su auténtico sentido, llevándola a la plenitud.
Cuando comenzó el sermón de la montaña proclamó las Bienaventuranzas y nos propuso la meta que hemos de tratar de alcanzar. Ésta es la sabiduría divina, que no se logra sólo con inteligencia. Es la sabiduría que nos desconcierta porque rompe con el estilo propio del mundo material, con los deseos humanos. Pero nos lleva, sin lugar a dudas, a las cimas más elevadas.
Después nos recordó que somos la sal de la tierra y la luz del mundo y que tenemos que alumbrar y dar sabor.
Por lo tanto no podemos conformarnos con el mero cumplimiento de normas sino que debemos buscar el verdadero sentido de las mismas. No nos conformamos con el mínimo de no hacer daño: no matar, no cometer adulterio o no jurar; sino que caminamos al máximo, a la plenitud, que es amar y dar la vida, respetar al otro hasta en el pensamiento y ser leales a la verdad en todo momento. Por eso no nos queremos permitir ni el más mínimo pecado: ni un pequeño insulto, ni un deseo impuro, ni un simple juramento.
Más adelante el Señor nos resumirá la ley en el amor a Dios y al prójimo y en la última cena nos propondrá el mandamiento nuevo: amaos unos a otros como yo os he amado. Ésta es la plenitud de la ley, esta es la sabiduría divina. Nunca la habremos alcanzado del todo pero caminemos, junto al Señor, para llegar a la meta.

En el camino junto a ti, Señor Jesucristo, voy descubriendo la verdadera sabiduría que consiste en obedecer siempre a Dios, hasta en lo más difícil, en mantener siempre viva la llama del amor y no perder nunca la fe en el ser humano. Contigo puedo comprender el valor de la entrega y del perdón. Sólo tú me ayudas a vivir la plenitud de la vida.

domingo, 2 de febrero de 2020

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR


Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones. (Lc 2,22)

Podría ser un día como otro cualquiera. Una familia llevaba a su hijo primogénito al templo para consagrarlo al Señor según mandaba la ley. Podría ser una familia de tantas. Tal vez para la inmensa mayoría de la gente que había por allí aquello no tenía nada de especial. Así es nuestro Señor, discreto y humilde, a la vez que grande y glorioso.
El Espíritu Santo también quiere iluminar a los creyentes y revela el misterio de Jesús a los que esperan la salvación. Simeón había recibido una revelación del Espíritu Santo y el mismo Espíritu lo llevó al templo para que se encontrara con el Mesías y lo tuviera entre sus brazos y bendijera a Dios. Ana también, como era profetisa descubrió que el niño que entraba en el templo era el que libraría al pueblo de la esclavitud. Podría haber sido un día cualquiera y para mucha gente así quedó, pero fue un día muy especial, fue el día en que el Señor entró en su santuario y consagró no sólo aquel lugar sino al mundo entero.
Simeón, con el niño en sus brazos anunció a su madre que una espada traspasaría su alma. Este niño viene a ser el Salvador, pero para rescatarnos de la esclavitud de la muerte ha de pasar por la prueba del dolor; tendrá que experimentar la misma muerte y así se convertirá en un sacerdote compasivo que puede compadecerse de sus hermanos, que nos comprende porque ha sido probado en todo como nosotros.
A través de lo cotidiano, de lo sencillo, el Señor nos muestra su gloria y su grandeza. Hoy también entra en nuestro mundo para consagrarnos a él, el mundo entero es su santuario y podemos descubrir su presencia en nuestras cosas cotidianas. Hoy es un día como otro cualquiera pero con la presencia de Jesús se convierte en un día santo. Hoy el Espíritu Santo nos mueve a salir al encuentro del Señor que entra en nuestras vidas y podemos también tomarlo en nuestros brazos y bendecirlo porque nos ha permitido contemplar su salvación.

Gracias, Señor, por haber entrado en mi vida y haberme permitido conocerte. Gracias, Señor, porque has venido a buscarme cuando tanto te necesitaba y me has consagrado para que todo mi ser se ponga a tu servicio. Tú me has traído la luz y la paz.