sábado, 28 de septiembre de 2019

LÁZARO Y EL RICO


Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno. (Lc 16,22-23)

En la parábola se habla con una pincelada de la situación de los dos personajes en esta vida. Uno disfruta y el otro sufre. Pero a los dos les llega la hora de la muerte y todo cambia. La parábola se detiene más en lo que sucede después de esta vida. A fin de cuentas los placeres o los sufrimientos de esta vida son pasajeros pero lo que sucederá después de la muerte es eterno.
En la otra vida todo ha cambiado de forma radical y trágica para el rico. Yo reconozco que siempre he sentido más compasión con el trágico final del rico que con los sufrimientos de Lázaro antes de su muerte. Yo pienso que Jesús pretende que veamos la gravedad de lo que sucede en la otra vida si terminamos siendo condenados.
El rico pide muy poco, no pide ser liberado de esas llamas sino tan sólo que Lázaro moje la punta del dedo y le refresque la lengua. Pero ya, después de la muerte no es posible ni siquiera algo tan simple, hay un abismo inmenso.
Pero ¿Qué pecado había cometido el rico para ir al infierno?
Tal vez, si pensamos en los pecados concretos contra los diez mandamientos podríamos decir que no había cometido ningún pecado: no ha matado a nadie ni ha robado ni ha mentido ni ha ofendido a Dios. Tan sólo disfrutaba de sus cosas. ¿Por qué ha terminado en el infierno?
No podemos olvidar que los mandamientos de Dios tienen un sentido que va más allá de las prohibiciones. El mandamiento principal es el amor a Dios y al prójimo. No amar al hermano que sufre es un pecado muy grave que merece la condena del fuego. Este era el pecado del rico. La indiferencia ante el sufrimiento de Lázaro demostraba que no amaba a su prójimo. Es posible que fuera muy cumplidor de sus deberes religiosos, pero se había saltado el más importante.
Si hubiese escuchado a los profetas, es decir si hubiese meditado de verdad la palabra de Dios, podría haber comprendido el mal de su indiferencia.
Esta historia puede que no se quede tan lejos, que sea todavía una realidad. ¿No es cierto que todavía hoy muchos disfrutan de sus bienes, hacen fantásticos viajes, visten con todo lujo, banquetean y viven indiferentes al dolor del prójimo? Después de escuchar esta parábola de Jesús no deberíamos de quedarnos tan tranquilos, sino pensar bien cómo estamos nosotros viviendo. Creo que las palabras de Jesús deben, al menos, dejarnos inquietos y preocupados por hacer algo concreto que ayude a los más pobres, a los que más sufren. Para nosotros escuchar a Moisés y a los profetas consiste en conocer el Evangelio y escuchar al Señor. Jesús nos animaba a ganarnos amigos con el dinero injusto, a tener tesoros en el cielo y ser ricos para Dios. Una forma de hacer esto es luchar contra la indiferencia y sentir como propios los padecimientos de los demás.
Es verdad que cambiar estas situaciones de injusticia requiere mucho más que la buena voluntad de unos cuantos. Pero, al menos, no dejemos de informarnos de estas cosas, colaboremos con las organizaciones que trabajan por sacar a los pobres de su miseria, y estemos atentos también a los que tenemos cerca para mostrar siempre nuestra solidaridad. Y todo esto hay que llevarlo a cabo viviendo con sencillez.

Tú, Señor, nunca fuiste indiferente ante el sufrimiento de los hombres. Viniste a vivir entre los más pobres y elegiste compartir el destino de los últimos, muriendo en la cruz. Contemplando tu vida encuentro la respuesta que tengo que dar ante las situaciones de injusticia y desigualdad. Te pido que me acompañes para que siga tus pasos, me haga pobre y pequeño como tú; me acerque a los últimos como un instrumento en tus manos para comunicar la Buena Noticia. Corrígeme siempre que me desvíe de tu camino.

domingo, 22 de septiembre de 2019

HIJOS DE LA LUZ


Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz. Y yo os digo: ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas. (Lc 16, 8-9)

A veces nos quejamos de lo mal que van algunas cosas y nos rebelamos cuando se critica a la iglesia, en muchos casos por asuntos que son verdad y son escandalosos y en otros casos por cosas que no son ciertas o que están manipuladas. Pero hay que decir que quejarse de esto no sirve para nada. Lo que tenemos que ver es qué podemos hacer nosotros para ser más convincentes.
Si de verdad creemos que el Evangelio es un mensaje que trae la luz y la salvación tendremos que ser creativos para que llegue a todos y sea atractivo para todos. Yo pienso que no se trata de enfrentarse con nadie, ni de refutar a los que dicen cosas en contra sino de entusiasmarnos con la persona de Jesús y presentarlo a todos como camino de salvación.
Los hijos de este mundo, para las cosas de este mundo son muy sagaces: saben utilizar los medios, se hacen notar y están dispuestos a arriesgar muchas cosas. A veces se trata de conseguir poder o dinero y otras veces se trata de ideales que pretenden alcanzar.
Frente a esto los hijos de la luz, para alcanzar los objetivos del Reino de Dios, estamos llamados a ser también astutos. Nuestro ideal de vivir todos como hermanos es muy superior a todos los demás y tenemos como guía a Jesucristo que por él ha dado la vida y ha llegado hasta el final.
Para esto hemos de estar dispuestos a dedicar también nuestro tiempo, a arriesgar y a dar lo máximo. Porque no se trata de quejarnos de lo mal que están haciendo otros las cosas sino de hacer nosotros todo el bien posible y mostrar el rostro amable de Jesucristo ante el mundo.
Jesús habla de ganar amigos con el dinero injusto. Nos recuerda que somos receptores del don de Dios. Todo lo que tenemos lo hemos recibido, somos administradores. Podemos administrarlo todo de forma egoísta para buscar nuestro propio bienestar, pero algún día nos faltará y nadie vendrá a ayudarnos; pero podemos administrarlo de forma generosa poniéndolo al servicio del bien común, buscando no nuestro propio interés sino la alegría de todos; entonces ganaremos amigos y, cuando nos falte, tendremos quien venga a ayudarnos; sobre todo al final de esta vida, que tendremos que dar cuenta de lo que hicimos con lo que se nos dio, nos recibirán en las moradas eternas.
Al final, Jesús hace una declaración muy radical: no se puede servir a Dios y al dinero. Servir a Dios sabemos que es exigente y que puede incluso resultarnos muy duro. Ya nos advirtió el Señor que tenemos que sentarnos a echar cuentas para ver si podremos llegar hasta el final. Pero si hemos decidido que lo vamos a servir a él, todas nuestras energías deben estar dirigidas a este servicio.

Yo me he decidido a confiar en ti, Señor, y a aceptar todo lo que tú quieras de mí. Por eso quiero servirte únicamente a ti. Sé muy bien que el espíritu es decidido y la carne débil, por eso elevo hacia ti mi oración con las manos limpias para que tú me escuches y me acompañes siempre.



domingo, 15 de septiembre de 2019

EL DOLOR DEL HIJO Y DE LA MADRE


Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna. (Heb 5,7-9)

Cuando medito la pasión del Señor encuentro siempre alguna luz nueva que me permite comprender el porqué del sufrimiento de Jesús. Unido al dolor del Hijo encontramos también el dolor de la madre.
Nos dice el autor de Hebreos que Cristo oró a gritos y con lágrimas, y nos recuerda la oración de Jesús en Getsemaní. Los evangelistas nos cuentan cómo estaba lleno de tristeza y cómo llegó a sudar goterones de sangre. Porque era muy duro para él enfrentarse a la pasión. Recordamos bien su oración: Padre, si es posible aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino tu voluntad.
El autor de Hebreos nos dice que la oración de Cristo fue escuchada por su actitud reverente. Nos podríamos preguntar por qué entonces el Padre permitió que el Hijo sufriera y muriera. ¿Es que la voluntad del Padre era la muerte del Hijo? A veces es esto lo que pensamos y nos quedamos muy desconcertados. ¿Por qué el Padre se complace en la muerte de su Hijo?
Pero la voluntad del Padre abarcaba mucho más que aquel momento concreto. Ya desde los comienzos cuando el pecado entró en el mundo Dios se comprometió a salvarnos de esa esclavitud. La voluntad del Padre era la Salvación del género humano.
El pecado y la muerte entraron en el mundo por un acto de desobediencia, por la soberbia de querer ser dioses. Para cancelar el poder del pecado era necesario un acto de amor sublime. Y como el mismo Jesucristo nos dice: nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Jesucristo aprendió sufriendo a obedecer. Frente a la desobediencia de Adán está la obediencia total del Hijo Unigénito. Y por este acto el pecado ha quedado derrotado, hemos sido salvados y podemos alcanzar la Vida eterna. Él es el autor de la Salvación eterna.
Con él, encontramos a María al pie de la cruz. Ella compartió los sufrimientos del Hijo y unida a él es colaboradora de la Redención.
En ese momento final le ofreció al discípulo amado como hijo y a ella se la ofreció como madre. Desde ese momento, nos dice el Evangelio, el discípulo la recibió en su casa. Por eso María es tan activa en nuestra liberación del pecado. Por eso podemos contar siempre con ella y dirigirnos a ella en la oración, puesto que el mismo Jesús la ha encomendado como madre de todos los discípulos.

Señor Jesucristo, quiero estar al pie de la cruz junto a tu madre para unir a tu pasión todos mis sufrimientos. Tú me has enseñado a aceptar la voluntad del Padre y a vivirlo desde el amor y la obediencia. Así puedo colaborar contigo para la salvación del mundo.


sábado, 7 de septiembre de 2019

PARA SEGUIR A JESÚS


«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío. (Lc 14,26-27)

El Señor es un maestro desconcertante. A la hora de exigir lo pide todo y pone unas condiciones que son humanamente imposibles de cumplir. ¿Quién querrá ser discípulo de un maestro tan exigente? Él mismo nos dice que hay que pensárselo, hay que echar cálculos.
Me lo voy a pensar.
Pienso en el mensaje tan extraordinario que habla de Dios y me hace descubrir el valor de las cosas espirituales. Es verdad que vivimos en un mundo material y tenemos necesidad de todas las cosas de este mundo pero cuando escucho a Jesús siento que hay algo más, que puedo encontrar algo mejor. Él me hace ver a Dios y descubrir todo su poder y todo su amor.
Pienso también en la llamada a construir el Reino de Dios y hacer de esta humanidad una familia en la que veamos a todos como hermanos. Así se terminarían todas las injusticias y nos haríamos mucho más felices unos a otros.
Pienso en el gran poder que tiene el mandamiento del amor, que es una verdadera revolución, la revolución de la ternura.
Por eso quiero ser discípulo de Jesús y seguirlo con todas las consecuencias. Sé que es duro y muy difícil. Tengo que prepararme bien y necesito la ayuda de la oración y de los sacramentos.
Al renunciar a todo por él descubro con sorpresa que recibo dones y bienes muy superiores. Al cargar con la cruz y estar dispuesto a llegar hasta el final es cuando estoy recibiendo la vida con más plenitud y mayor sentido. En la medida que me voy dando al Señor voy recibiendo mucho más de lo que puedo imaginar y me hago más útil para el bien de mis hermanos.

Señor Jesucristo quiero hacerme digno de tu Reino y seguirte en todos tus caminos: quiero ir contigo en tus luchas, en tu entrega a Dios y a los demás; quiero acompañarte también en tus sufrimientos y cargar la cruz contigo; quiero llegar a alcanzar tu gloria por haberme hecho pequeño y servidor. Yo soy débil y necesito siempre que tú me sostengas en el camino.