viernes, 26 de junio de 2015

Ten fe y basta.



"No tengas miedo; tú ten fe, y basta". (Mc 5,36) 
                Con frecuencia podemos sentirnos tentados por el desánimo. Podemos tener la impresión de que no merece la pena el esfuerzo porque ya está todo perdido. Es lo que le debió de suceder a Jairo cuando le dijeron que su hija había muerto. Ya no valía la pena seguir molestando al Maestro.
Pienso en situaciones muy concretas. ¿Para qué te empeñas en algo que no tiene ningún sentido? Es como una voz interior que te dice que lo dejes ya. Una voz que te dice que no vas a cambiar a esa persona, que no vas a conseguir ese trabajo, que no alcanzarás la salud para ese enfermo o que no aprobarás ese examen. Déjalo ya, para que seguir insistiendo si todo está perdido.
Pero Jesús le dice a Jairo lo contrario. Es algo insólito. Ni siquiera la noticia de que su hija está muerta le tiene que hacer desistir de su afán por salvarla: “Basta que tengas fe”. Como la tuvo la mujer que padecía hemorragias: bastó que tuviera fe y quedó sanada con solo tocarle el manto. La fe es muy poderosa y nos permite confiar siempre y seguir luchando  aunque los hechos nos digan que todo está acabado.
Así que una vez más siento la llamada del Señor a no desanimarme por complicadas que parezcan las cosas. Sé que puedo esperarlo todo de Él, porque no estoy solo en esta tarea, Jesús en persona está conmigo. Sé que puedo pedirle cosas imposibles y que nunca tendré motivos para dejar de confiar en su inmenso poder. Porque hasta de la muerte puede salvarme para siempre.
Que sí, que vas a aprobar el examen, que te van a dar el trabajo, que vas a cambiar a esa persona, que volverá la salud para el enfermo y que vas a lograr lo que te propongas. Basta que tengas fe en el Señor, que está contigo y quiere dártelo todo.

Yo creo en ti pero también tengo muchas dudas. Hasta para tener fe necesito de tu auxilio. Tú me conoces bien y sabes que no soy más que un pobre hombre. Por eso acudo siempre a ti y me echo a tus pies. Tú, a cambio, me haces sentir la fuerza sanadora que sale de ti.
               

sábado, 6 de junio de 2015

La Sangre de Cristo

“Esta es mi sangre, sangre de alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de Dios.” (Mc 14,26)

La última cena dejó para nosotros este memorial de la muerte de Cristo en la cruz. Una muerte que no fue una tragedia ni un fracaso, por más que lo pareciera, sino la entrega total por amor del  Hijo único. Por eso la Eucaristía se puede llamar sacrificio, porque es el memorial del sacrifico de Cristo en la cruz. Es un sacrificio porque hay una víctima y se ha derramado su sangre. Pero, sobre todo, porque es un acto de amor tan sublime que tiene el poder de limpiar los pecados del mundo.
El sacrificio de Jesucristo no es un simple ritual como los sacrificios del antiguo testamento. El Señor Jesús decidió poner su persona entera al servicio de la voluntad del Padre. Su sacrificio fue la obediencia total hasta el derramamiento de su sangre. Por eso la celebración de la misa no puede quedarse en una bonita ceremonia sino que nos compromete a poner nuestras personas a disposición de la voluntad de Dios.
Recibir a Jesucristo en la Eucaristía no es un gesto sin más, sino que lleva consigo toda una vocación. Es el Señor que quiere venir a tu vida para transformarte, pero también que te llama para que seas signo de su amor entre tus hermanos. Es el mismo Jesús que te alimenta con su propio cuerpo para llenarte de su mismo amor para que tú puedas llegar a amar también hasta el extremo como hizo él. Por eso la Eucaristía es la celebración más sublime, el sacramento de nuestra fe. En ella expresamos nuestro deseo de entregar nuestra vida para la transformación del mundo, somos conscientes de nuestra pequeñez para algo tan grande y recibimos el remedio a nuestra indigencia en el mismo Cristo que se nos da como alimento.
Jesús sabía que después de esta cena pascual venía su pasión. Sabía que tendría que dejar este mundo. Pero su esperanza sigue firme porque sabe que volverá a beber el fruto de la vid en el Reino de Dios. Comulgar es también aceptar que todo puede parecer perdido, como ocurrió con la muerte de Jesús en la cruz, y seguir confiando en el poder de Dios que es capaz de traer el mayor bien de lo que parece el mayor fracaso. Porque nuestra esperanza no se queda solo en esta vida, mira más allá y sabemos que tendremos la celebración definitiva en el Reino de Dios.


Me has concedido un don inmerecido que supera todo lo que un hombre puede tener: representarte a ti en persona y hacer que cada día vengas a mis manos en la Eucaristía. Nunca seré digno de algo tan extraordinario. Cada día me siento sobrecogido ante un misterio tan grande y te doy gracias constantemente por haberme llamado a este ministerio.