sábado, 22 de febrero de 2014

Sed perfectos

Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. (Mt 5,48)

De una manera muy resumida se puede decir que esta es la meta de un cristiano: llegar a ser perfecto como Dios. Curiosamente la tentación de Adán en el paraíso fue ser como Dios pero se equivocó al desobedecer sus mandatos. Jesús nos propone que seamos como Dios, perfectos, pero siguiendo su ejemplo. Está claro que algo así  no lo podremos conseguir nunca en esta vida, que caeremos muchas veces a lo largo del camino, pero no debemos perder de vista nuestra meta. Si caemos tendremos siempre la oportunidad de levantarnos y continuar caminando.
En otros pasajes se nos dice que seamos santos como Dios es santo. Ser perfectos o ser santos, son la misma cosa: tener como modelo al mismo Dios que es el único santo.
Pienso que podríamos tener una forma equivocada de entender la santidad o la perfección. Podríamos pensar en una perfección moral, en no hacer nada malo y cumplir fielmente los mandamientos. Pero, si nos damos cuenta, esto era lo que hacían los fariseos y no gozaban por ello de la aprobación de Jesús. Podríamos entender la perfección en un sentido espiritual y dedicarnos intensamente a la vida de oración, alejados del mundo y sus vicios y  despojados de todo lo que nos aleje de Dios. En cambio Jesús no actuaba de esta manera, porque Él oraba constantemente pero estaba muy comprometido con la vida de la gente.
Yo creo que la perfección del Evangelio hay que buscarla mirando siempre al mismo Cristo. Si nos fijamos bien, nos daremos cuenta de que todo esto está dicho hablando del Amor. La verdadera santidad y la verdadera perfección vienen del amor al prójimo; de un amor sin límites que se entrega de forma total a hacer el bien, que bendice, que lo perdona todo, que no devuelve mal por mal y no responde nunca con violencia. Es el amor dispuesto siempre a dar y a sacrificarse por el otro, el amor que se da y no espera nada a cambio. En definitiva, ser santos es ser como Cristo que por amor entregó hasta su propia vida y oró por sus propios verdugos.
El Señor puede llegar a mandarnos algo tan sorprendente como amar a los enemigos. Porque el amor auténtico no conoce otra cosa. Después de haber conocido a Jesucristo sabemos bien que este es el camino. El enemigo se convierte para nosotros en hermano al que hay que servir, perdonar y amar de corazón. Es, como nos dice el papa, la revolución de la ternura. Este es el estilo de vida que puede cambiar nuestro mundo.


Cuando yo todavía era enemigo tú te empeñaste en dar tu vida por mí. Cuando yo andaba despistado en cosas mundanas tú me buscaste y me saliste al encuentro. Te adelantaste a amarme, me amaste primero. Después de conocerte y sentir todo lo que me has dado sin merecer nada siento dentro de mí la fuerza que me lleva a darlo todo por amor.

viernes, 14 de febrero de 2014

Mejores que los letrados y fariseos

Si no sois mejores que los letrados y los fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos. (Mt 5,20)

Jesús nos quiere proponer un estilo de vida que no se puede quedar en el mero cumplimiento de unas normas morales o de unas tradiciones religiosas. Por eso quiere que lleguemos a la plenitud de los mandamientos. Ya deja claro que no se trata de abolir ninguna norma sino de llevarlas hasta las últimas consecuencias.
El sentido de la ley que Moisés dio al pueblo de Israel era expresar la voluntad de Dios y dejar unos mandamientos básicos que permitieran al pueblo convivir en paz y ser felices en la tierra prometida. Pero cuando la ley se queda en el cumplimiento y no vive el espíritu que la sostiene termina convirtiéndose en esclavitud. Así, en lugar de mostrar la belleza y la bondad de Dios, termina por empañar su imagen.
Jesús nos lleva a la plenitud de la ley con su propia vida. Todo lo que nos dice en el sermón del monte lo veremos cumplido en él mismo. La plenitud de la ley, es decir, la voluntad de Dios no se queda en los mínimos de los diez mandamientos, sino que desea llegar al máximo de las bienaventuranzas. No se conformará con no matar sino que estará dispuesto a dar la vida, no se conforma con no robar sino que es capaz de desprenderse de todos sus bienes.
Jesús nos anima a vivir este espíritu superior a la práctica de los letrados y fariseos para poder entrar en el Reino de los Cielos. ¿Podremos cumplirlo?
Cuando vemos lo exigente que es su propuesta podemos asustarnos. Lo primero que descubrimos es que nadie cumple esta perfección, sólo Jesús y la Virgen María. Pero mirar a esta meta no debe desanimarnos sino, al revés, motivarnos para levantarnos de nuestras caídas y seguir superándonos cada día hasta llegar a la plenitud. Esta plenitud de la ley tiene un nombre: Amor. Se trata de vivir el amor con todas sus consecuencias. Para hacerlo realidad el Señor no nos deja solos sino que nos acompaña, nos ofrece la fuerza del Espíritu Santo y nos ayuda con los sacramentos.


Tú me has amado primero y has entregado tu vida por mí. Eres tú quien me ha buscado y eres tú quien se ha empeñado en hacerme vivir de tu amistad. Siento tu llamada no como un mandato sino como una necesidad de mi vida: necesito estar contigo, escucharte, sentirte y también presentarte a los demás. 

sábado, 8 de febrero de 2014

La sal y la luz

Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo.


El Señor apareció en la tierra en un momento muy concreto, cuando los romanos dominaban el mundo. Comenzó su ministerio en la periferia, en la Galilea de los gentiles. Tal vez allí la vida estaba marcada por la pobreza, por el sufrimiento de la gente y por la rutina del trabajo de cada día. Pero Él comenzó allí a hablar del amor del Padre, del Reino de los Cielos, de la alegría de los pobres porque Dios está con ellos. También realizó signos sorprendentes al curar a los enfermos o multiplicar los panes, al expulsar los demonios o detener una tempestad; también tuvo palabras de ánimo incluso para los pecadores y hasta fue a comer con ellos para ofrecerles la misericordia que Dios les quiere dar. Al aparecer Jesús en aquel lugar la vida de aquella región cambió por completo, se llenó de sabor, de sentido. Jesús se presentó así como la sal de la tierra, haciendo que la vida de cada día estuviera llena de contenido y participara de la alegría de tener a Dios.
También fue la luz del mundo. Porque sus palabras fueron una esperanza para los pobres y los excluidos y porque no dudó en denunciar las injusticias y condenar la manipulación de la religión por parte de los fariseos. La gente sencilla comprendió el camino que tenía que llevar en la vida y recibió esperanza en medio de sus sufrimientos porque la vida es más fuerte que el dolor y que la muerte.
A los que queremos seguirle nos llama sal de la tierra y luz del mundo. Porque hemos de estar en medio de la gente dándole sabor a la vida de cada día y llenando de esperanza hasta las situaciones más tristes y dolorosas. Ser sal y ser luz significa comunicar la alegría de tener entre nosotros al Señor que está vivo para siempre y nos permite vivir cada momento como una experiencia extraordinaria. Significa tener dentro de nosotros el fuego de un amor que no se puede apagar y que desea buscar el bien y la felicidad de toda la gente.
Una sal sosa o una luz apagada son cosas inútiles. ¿Cómo vamos a vivir nuestra fe de forma rutinaria o aburrida? ¿Cómo vamos a hablar de una religión que nos agobie con pecados y condenas y nos asuste con un Dios enfadado? ¿Nos conformaremos con cumplir unos preceptos y unos ritos y nos quedaremos encerrados sin hacer nada? Si hiciéramos esto, ya ves lo que dice el Señor: que no serviríamos para nada. La sal tiene que salar y la luz tiene que alumbrar. Que nuestras buenas obras den sabor y luz al mundo para que toda la gente pueda alabar a nuestro Padre Dios que es quien nos lo ha dado todo.


Qué lejos me siento del ideal que tú me propones. Sé que no soy nadie para alumbrar con mi mediocridad, que no tengo la alegría que debería llenar de sabor la vida de los que me rodean. Pero te tengo a ti. Tú eres quien llena mi vida de luz y de sabor; y contigo voy recorriendo las plazas y las calles para que vuelva el color y la vida a este mundo. Eres tú quien lo hace todo y por eso es a ti quien adoraré y cantaré alabanzas mientras viva.

sábado, 1 de febrero de 2014

"Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel. (Lc 2, 29-32)

Siguiendo las costumbres de su pueblo, también Jesús fue al templo para ser consagrado con un sacrificio ritual. Pero esta consagración tenía, sin lugar a dudas, un sentido mucho más profundo. A fin de cuentas los sacrificios rituales no tienen más que un valor simbólico, Jesús, se va a consagrar de verdad porque cuando entró en el mundo ya había ofrecido toda su vida para hacer la voluntad del Padre.
Simeón había deseado durante muchos años vivir este momento de tener en sus brazos al Salvador que habían anunciado los profetas y vio cumplido su sueño. Muchos profetas y justos murieron sin haber visto este momento, Simeón sabe que es afortunado por haber tenido a Cristo entre sus brazos.
Ha entrado en el templo el Salvador del mundo y es ahora cuando de verdad aquel lugar ha quedado consagrado por su presencia, pero ya será todo el mundo el que quede lleno de su santidad. A partir de ahora la relación con Dios será mucho más cercana y más amable.
Jesús ha consagrado su vida para poner en el mundo lo que nosotros éramos incapaces de hacer, así es como nos va a redimir de nuestros pecados. Él va a poner toda la obediencia, todo el amor, todo el sacrificio, todo el perdón. Así con la fuerza de esta entrega se va borrando el poder del pecado. Así nos deja limpios y puros preparados para entrar en la presencia de Dios.
El Señor nos va a mostrar también el camino a seguir: ofrecer toda la vida a la voluntad de Dios, que es lo que vale más que cualquier sacrificio ritual.


Yo he sido afortunado como Simeón. Muchos profetas y justos querrían haberte conocido como yo te conozco, haber hablado de ti y meditado tus palabras, haber contemplado tu cuerpo glorioso en la Eucaristía y no lo vieron. En cambio, me has dado a mí el honor de hablar en tu nombre, predicar tu Reino y tomar en mis manos el Sacramento que nos salva.