sábado, 27 de julio de 2013

El Padre Nuestro

Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que no debe algo, y no nos dejes caer en la tentación.

Los discípulos de Jesús veían que su maestro oraba con frecuencia. A pesar de tanta actividad cómo tenía, siempre encontraba tiempo para retirarse. Ahí estaba la clave de su fortaleza en la misión. Jesús sabía que no estaba sólo en su dedicación a los demás, que alguien lo había enviado y que era Él quien lo sostenía para que pudiera cumplir con su misión. La petición de los discípulos está provocada por la misma actitud de Jesús. Ellos dicen: enséñanos a orar, porque desean sentir la seguridad y el entusiasmo que ven en su maestro y han comprendido que todo eso lo recibe en esos encuentros con el Padre.
Jesús, aprovechando esa petición nos enseñó el Padre Nuestro, que es para nosotros una señal de identidad, es la oración de los cristianos. En ella le pedimos a Dios por sus cosas: Su Reino, su voluntad, su Nombre… y por las nuestras: nuestro pan, el perdón de los pecados, la tentación.
Es también una oración comprometida. Pedimos que nos perdone como nosotros perdonamos, esto quiere decir que después de orar y pedir lo que necesitamos sabemos que tenemos que volver a la vida de cada día con actitudes de Hijos y hermanos. Es natural. Si hemos llamado a Dios Padre tendremos que obedecerlo como hijos y respetarlo y amarlo. Además hemos dicho “nuestro” en lugar de “mío” con lo que estamos reconociendo a todos los demás como hermanos. Esto nos obliga a mirar a todos con ojos de hermano. ¡Cómo cambiaría nuestro mundo si rezáramos el Padre Nuestro de corazón, y viviéramos lo que decimos en esta oración!

De tu mano he podido reconocer la bondad de mi Padre Dios, he experimentado su amor a pesar  de mis pecados. He sentido todo lo que hace por mí cada día, he visto cómo renueva mi vida y como escucha con interés todo lo que le digo. Así se va cambiando mi vida y me hace empeñarme en ser también más comprensivo, más paciente y más entregado a los demás.

viernes, 19 de julio de 2013

Marta y María

María, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. (Lc 10,19)

El apóstol Pablo era un verdadero místico, aunque su carácter fuera duro y veamos en sus cartas un hombre impetuoso, no cabe duda de que era un verdadero hombre de Dios, con una espiritualidad muy profunda. Así nos deja testimonio de su unión íntima con el Señor hasta el punto de decir que todo lo demás es una pérdida comparado con el conocimiento de Cristo Jesús. Por esa unión íntima con Cristo, también sufre en su propio cuerpo las marcas de la Pasión. Él dice que está completando en su carne la pasión de Cristo. De esta manera el sufrimiento por la iglesia no le produce tristeza sino alegría. La alegría de compartir con el Señor todo su amor por su pueblo, por el que ha entregado la vida.
Sentir alegría por sufrir es, sin lugar a dudas, una tremenda paradoja. Para llegar a comprenderlo tenemos que alcanzar el nivel de espiritualidad de San Pablo, y estoy convencido de que necesitamos llegar a esa meta. La vida nos va a traer muchas contradicciones y podemos afrontarlas con amor y con esperanza si estamos profundamente unidos a Jesús.
Es verdad que nuestro mundo material nos hace que parezca inútil o pérdida de tiempo la vida espiritual, pero no debemos dejarnos engañar. El mismo Jesús, ante la inmensidad de la mies, lo primero que nos propone es orar: “rogad al dueño de la mies”. Y es que no debemos perder nunca de vista que todo está en las manos de Dios. Por eso lo que mejor le podemos ofrecer a nuestro mundo es una experiencia de intimidad con Dios, una vivencia mística.
Como María, sentémonos a los pies del Señor para escuchar sus Palabras. Esto es escoger la mejor parte.
Ella supo dejar de lado otras preocupaciones para contemplar a su Maestro y escuchar su Palabra. Todo lo que va diciendo va calando en ella, le aclara muchas dudas, le ayuda a comprender muchas cosas y también la va preparando para poder afrontar las nuevas dificultades que surjan en el futuro. La Palabra del Señor la irá transformando y luego ella actuará respondiendo a todo el don recibido.
Encuentra momentos para el silencio, céntrate en la persona de Jesús, medita su Palabra y déjate inundar por ella. Verás cómo estos encuentros te van transformando día a día. También el Señor nos ha ofrecido la gran ayuda de los sacramentos: la Eucaristía y la Penitencia. Seguro que puedes encontrar tiempo para celebrar la Eucaristía aunque no sea día de precepto y recibir a Cristo como fortaleza para tu vida. Este encuentro con el Señor Resucitado que perdona los pecados y te alimenta con su propio cuerpo, también va transformando tu vida.
No vale decir que hay mucho por hacer para buscar una excusa y dejar de lado la vida espiritual. Porque precisamente por eso, porque la mies es mucha, hay que escoger la mejor parte que consiste en llenarse del amor del Señor. Él mismo será quien te envíe a transformar el mundo con un corazón renovado.
Todos los días vienes a mí buscando mi hospitalidad. Eres tú mismo quien llama a mi puerta y me pide un poco de tiempo, algo de comprensión, un buen consejo… que te trate con amor. Tal vez me pasas desapercibido, pero siempre que acojo al que viene a buscarme es a ti mismo a quien estoy recibiendo. Lo recordaré para ofrecerte lo mejor de mí mismo.