sábado, 21 de noviembre de 2020

EL JUICIO FINAL

 

Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme. (Mt 25,34-36)

 

En otras parábolas de Jesús se nos habló de aquellas vírgenes que no habían sido precavidas y no llevaban aceite suficiente para sus lámparas o de aquel siervo miedoso que escondió el talento bajo tierra. En esta otra parábola podemos comprender qué quería decir tener el aceite preparado o ponerse a negociar con los talentos. Se trata de amar al prójimo y de socorrer a todos los que se encuentran en alguna situación de sufrimiento.

El Señor que se nos presenta como el rey que juzgará al mundo al final de los tiempos ha padecido también en su vida todas estas situaciones. Y se siente identificado con todos los que las están viviendo en la actualidad.

Es interesante que el castigo eterno no es por causa de haber cometido pecados muy graves sino por haber sido indiferentes ante los que sufren. Y el premio está reservado desde el origen del mundo para los que han vivido con un corazón misericordioso.

Me duele cuando entendemos la vida cristiana como una moral en la que señalamos los pecados y queremos cerrar las puertas a los que no consideramos dignos. La lectura del Evangelio nos muestra otra forma de entender nuestra relación con Dios. Jesucristo nos ha puesto siempre la mirada en los hermanos y sobre todo en los pobres que padecen. Y él mismo se iba a comer con los pecadores y era criticado por ello. El anuncio del Reino nos quiere comprometer a hacer de nuestra vida una entrega de amor con hechos concretos.

La iglesia de nuestro tiempo se tiene que distinguir por ser un lugar de acogida y de esperanza para todo el que la necesita. Como dice una de nuestras plegarias: que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando.

En estos días complicados que estamos viviendo a causa de esta pandemia mundial también se pone a prueba nuestra fraternidad y nuestro compromiso por mejorar la vida de nuestros hermanos. Recordemos las otras parábolas que habíamos meditado y pongamos nuestros talentos en marcha. Con aquello que Dios nos ha dado hagamos todo lo que esté en nuestras manos para ser un signo del amor de Dios que nos cuida y nos alimenta.

 

Contemplo tu gloria, Señor Jesús. La gloria de un rey poderoso que va a juzgar el mundo. Pero eres también un hermano lleno de amor. Tu gloria también se muestra en tu presencia diaria en los hermanos que me necesitan mi amor  y mi cercanía.

Te contemplo en la Eucaristía y te adoro ante el altar. También te veo en los pobres y dándome a ellos te estoy rindiendo el culto verdadero.

domingo, 8 de noviembre de 2020

LAS DIEZ VÍRGENES

 

Llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. (Mt 25,10)

 

Cuando sentimos que no somos plenamente felices porque hay muchas cosas que lo impiden, podemos recordar estas palabras de san Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. O estas otras del salmo 62 que canta: “Mi alma está sedienta de ti.”. Nuestro deseo de felicidad es muy grande porque nuestro ser está hecho para llenarse de Dios. Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza y sólo él puede saciar nuestros deseos más profundos. Por eso, nuestra vida terrena está herida y clama y sufre hasta que encuentre la plenitud que sólo Dios puede darnos. Por eso el verdadero objetivo de nuestra existencia no es otro que alcanzar a Dios y encontrar en él la plenitud.

Nuestra mirada ha de estar puesta en el futuro definitivo. San Pablo nos recuerda lo que el Señor había anunciado: que al final vendrá entre las nubes del cielo para llevarnos a su morada y estar para siempre con Él. El deseo más profundo que podemos tener en la vida es estar siempre con el Señor y en esta certeza encontraremos consuelo ante la muerte y los sufrimientos que nos trae la vida. Todo quedará colmado cuando estemos con el Señor en su Reino.

Por eso Jesús nos cuenta esta parábola de las diez vírgenes.

En este relato los personajes no son buenos, no dan muestras de misericordia ni de solidaridad. Las vírgenes llamadas prudentes no comparten su aceite y dejan a sus compañeras expuestas a quedarse fuera, el esposo no tiene compasión y las deja en la calle.

Jesús quiere llamarnos la atención haciéndonos sentir con las necias la tristeza de haberse perdido el banquete de bodas. Qué triste será que el día definitivo nos quedemos fuera del Reino de Dios, nos perdamos la alegría de estar siempre con el Señor. Por eso hay que velar, estar preparados.

El día de nuestro bautismo nuestro padrino encendió una vela en el cirio pascual para significar que habíamos sido iluminados por Cristo y se nos invitó a caminar como hijos de la luz para salir así al encuentro del Señor con las lámparas encendidas. Esa luz de nuestro bautismo tiene que estar siempre ardiendo con el aceite de nuestra fidelidad al Señor, de nuestro amor al prójimo. Serem
os luz cuando hagamos desaparecer las tinieblas con nuestra vida evangélica.

Por eso hemos de dejarnos encontrar por Jesucristo. Él es la sabiduría que está al alcance de todo el que la busca. Él mismo, en persona nos busca y nos encuentra para que vayamos tras sus huellas. Unidos a Jesús estaremos siendo luz y nos encontraremos preparados con la lámpara encendida cuando sea el día de su llegada.

El verdadero anhelo de nuestra existencia es estar para siempre con el Señor, sería muy triste no alcanzarlo.

 

Mi alma está sedienta de ti, sólo tú puedes llenar el vacío que hay en ella. En ti encuentro la paz y la alegría que busco. Tú me consuelas en los momentos de dolor y me animas con tu amor y tu misericordia. Sólo tú puedes llenar de sentido mi vida y tus Palabras me animan a seguirte cada día.

domingo, 1 de noviembre de 2020

LOS SANTOS

 


Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. (Ap 7,9)

 

El relato del libro del apocalipsis nos lleva al cielo para contemplar a los santos que llegan como una multitud innumerable de toda raza y lengua que se postran y alaban a Dios. Así contemplamos este momento glorioso de los santos en la presencia de Dios por el que han dedicado su vida. Es la llegada a la meta hacia la que han estado siempre caminando.

Vienen de la gran tribulación, lo que significa que no ha sido fácil ser fieles. Han tenido que enfrentarse a muchas pruebas y algunas de ellas han sido muy duras. Han sufrido persecuciones, calumnias, incluso el martirio; también se han visto enfrentados a numerosas tentaciones ante los atractivos del mundo y las dificultades que vivían, pero unidos a Cristo las han superado.

Han blanqueado sus mantos con la sangre del Cordero. Eran pecadores, no fueron inmaculados desde el principio, venían de una vida de pecados, pero han sido rescatados por Cristo, por su sangre derramada en la cruz. Fieles y agradecidos a la redención han sido purificados de sus pecados y ahora pueden estar en la presencia de Dios.

Esta es la meta a la que todos deseamos llegar: encontrar a Dios para postrarnos y alabarlo en persona y sentir la fuerza de su presencia. Verlo cara a cara, tal cual es. San Juan, en su carta, nos dice que llegaremos a ser semejantes a él. Lo que quiere decir que la meta es más alta de lo que imaginamos: llegar a ser santos como Dios es santo. Ya somos hijos de Dios por el amor que el Padre nos ha tenido y estamos destinados a ser como Cristo.

Por eso el Evangelio de este día nos propone como modelo de vida las Bienaventuranzas. Son bienaventurados los que han reflejado en su vida al mismo Jesucristo: los pobres, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y todos los perseguidos  por el evangelio.

Una vocación excelente para todos llegar a ser imagen de Cristo en medio del mundo y llenarlo con la luz del Evangelio.

Jesús culmina las bienaventuranzas invitándonos a la alegría, siempre alegres aunque seamos incomprendidos y perseguidos.

 

Tú solo eres santo Señor y yo me postro ante ti. Caigo de rodillas en tu presencia porque me siento sobrecogido ante tanto amor y tanta bondad. Eres grande porque te has hecho pequeño para acercarte a nosotros y rescatarnos de nuestras miserias. Bendito seas por siempre Señor Jesucristo. Yo me uno al coro de todos los  santos para cantar por siempre tu alabanza.