sábado, 11 de junio de 2016

LA MUJER PECADORA


Una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume, y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. (Lc 7,37-38)


Uno de los artículos de fe que profesamos en el credo es el perdón de los pecados, y está claro que éste es uno de los mensajes más importantes de Jesús. Su presencia entre nosotros tenía como objetivo librarnos del peso de nuestras culpas con la gracia del perdón. Su sangre se ha derramado por nosotros para el perdón de los pecados.
Me imagino cómo podría sonar este anuncio en todos los que se sabían pecadores y habían llegado a considerar que lo tenían todo perdido. Me imagino cómo recibirían la parábola de la oveja perdida o del hijo pródigo. Sin duda, era toda una sorpresa saber que Dios los amaba con una ternura infinita que los estaba esperando para alegrarse de su retorno y comenzar la fiesta del encuentro.
Me pongo en el lugar de esta mujer. Seguramente había recibido muchos desprecios y muchos reproches por su vida alejada de la moral. Ella escucha a Jesús haciéndole una invitación a experimentar la misericordia que ha venido a traer de parte de Dios. Se enciende en su interior una luz y recobra su autoestima, comprende su dignidad. Dios en persona ha venido a buscarla para ofrecerle la salvación.
Me parece que no fue una casualidad  que encontrara a Jesús en aquella casa del fariseo. Andaba buscándolo y encontró el momento oportuno para mostrarle su gratitud. Fue también una oportunidad para el Señor de anunciarnos el poder del perdón que nos libera de nuestros pecados.
El texto del Evangelio nos muestra diferentes actitudes que merece la pena considerar. El fariseo es un hombre seguro de su piedad y mira con desprecio a la mujer, y también a Jesús por dejarse tocar por ella.
Jesús, en cambio tiene una actitud de amor hacia todos. También hacia el fariseo, puesto que ha aceptado su invitación. Pero con su mirada amorosa descubre el amor que hay en la pecadora y ayuda a Simón a reflexionar sobre su actitud.
Luego tenemos a la mujer, que ha sentido la llamada a la conversión porque se ha sabido amada y perdonada.
De todo esto aprendo que no he de sentirme mejor que nadie ni compararme con otros. No soy juez de los demás, mejor dejaré que Dios juzgue a cada uno. Yo puedo ser juez de mí mismo para descubrir que también soy un pecador necesitado de misericordia. Así buscaré a Jesús agradecido por haber entregado su vida para obtenerme el perdón. Siento que Él me mira con ternura y que descubre el amor que pongo en todo lo que hago. El amor es el antídoto contra el pecado. La conversión a la que el Señor me llama es vivir el amor para que se destruya en mí la fuerza del pecado. No puedo olvidar que, al final de la vida, el examen será sobre cómo he amado a mi prójimo.

Señor Jesucristo, me presento ante ti débil y sintiendo el peso de mis pecados. Tú me llamas para una misión extraordinaria; para anunciar tu Evangelio y ser ministro de tu misericordia ante mis hermanos. Una misión para la que nunca estaré preparado. Pero cada día me sanas con la gracia de tu misericordia. Tú modelas mi vida según tu corazón. Tu Espíritu pone en mí todo lo que no tengo y haces así que llegue a ser un instrumento eficaz para el bien del mundo.