domingo, 8 de noviembre de 2020

LAS DIEZ VÍRGENES

 

Llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. (Mt 25,10)

 

Cuando sentimos que no somos plenamente felices porque hay muchas cosas que lo impiden, podemos recordar estas palabras de san Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. O estas otras del salmo 62 que canta: “Mi alma está sedienta de ti.”. Nuestro deseo de felicidad es muy grande porque nuestro ser está hecho para llenarse de Dios. Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza y sólo él puede saciar nuestros deseos más profundos. Por eso, nuestra vida terrena está herida y clama y sufre hasta que encuentre la plenitud que sólo Dios puede darnos. Por eso el verdadero objetivo de nuestra existencia no es otro que alcanzar a Dios y encontrar en él la plenitud.

Nuestra mirada ha de estar puesta en el futuro definitivo. San Pablo nos recuerda lo que el Señor había anunciado: que al final vendrá entre las nubes del cielo para llevarnos a su morada y estar para siempre con Él. El deseo más profundo que podemos tener en la vida es estar siempre con el Señor y en esta certeza encontraremos consuelo ante la muerte y los sufrimientos que nos trae la vida. Todo quedará colmado cuando estemos con el Señor en su Reino.

Por eso Jesús nos cuenta esta parábola de las diez vírgenes.

En este relato los personajes no son buenos, no dan muestras de misericordia ni de solidaridad. Las vírgenes llamadas prudentes no comparten su aceite y dejan a sus compañeras expuestas a quedarse fuera, el esposo no tiene compasión y las deja en la calle.

Jesús quiere llamarnos la atención haciéndonos sentir con las necias la tristeza de haberse perdido el banquete de bodas. Qué triste será que el día definitivo nos quedemos fuera del Reino de Dios, nos perdamos la alegría de estar siempre con el Señor. Por eso hay que velar, estar preparados.

El día de nuestro bautismo nuestro padrino encendió una vela en el cirio pascual para significar que habíamos sido iluminados por Cristo y se nos invitó a caminar como hijos de la luz para salir así al encuentro del Señor con las lámparas encendidas. Esa luz de nuestro bautismo tiene que estar siempre ardiendo con el aceite de nuestra fidelidad al Señor, de nuestro amor al prójimo. Serem
os luz cuando hagamos desaparecer las tinieblas con nuestra vida evangélica.

Por eso hemos de dejarnos encontrar por Jesucristo. Él es la sabiduría que está al alcance de todo el que la busca. Él mismo, en persona nos busca y nos encuentra para que vayamos tras sus huellas. Unidos a Jesús estaremos siendo luz y nos encontraremos preparados con la lámpara encendida cuando sea el día de su llegada.

El verdadero anhelo de nuestra existencia es estar para siempre con el Señor, sería muy triste no alcanzarlo.

 

Mi alma está sedienta de ti, sólo tú puedes llenar el vacío que hay en ella. En ti encuentro la paz y la alegría que busco. Tú me consuelas en los momentos de dolor y me animas con tu amor y tu misericordia. Sólo tú puedes llenar de sentido mi vida y tus Palabras me animan a seguirte cada día.

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