domingo, 14 de octubre de 2018

HEREDAR LA VIDA ETERNA


¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. (Mc 10,18)



Aquel joven rico del Evangelio quería ganar la vida eterna por sí mismo, quería ser bueno. La pregunta, siendo muy sincera, no dejaba de demostrar su voluntarismo. ¿Qué tengo que hacer yo? Era también la actitud de los fariseos y de los cumplidores de la ley. El deseo está también centrado en sí mismo: quiero ganar yo la vida eterna. Jesús, antes de responder le hace cambiar la mirada: Sólo Dios es bueno. Podríamos entender nosotros que la Vida eterna será una herencia regalada por Dios, que es bueno. No es algo que nosotros podamos alcanzar con nuestro comportamiento, no será algo merecido sino un don. Sólo Dios es bueno, los demás somos pobres pecadores necesitados de misericordia.

La primera respuesta de Jesús se limita a recordar los mandamientos. Es lo mínimo. Los mismos mandamientos que cumplían rigurosamente los escribas y fariseos.

Otro elemento interesante es la mirada de Jesús. Nos dice que lo miró con cariño. Me imagino la sensación del joven ante esa mirada, que fue tan irresistible para los primeros discípulos, que lo dejaron todo para seguirle. Enseguida viene la segunda propuesta para ese corazón inquieto: Vende todo lo que tienes y dale el dinero a los pobres y luego sígueme. Es otra llamada, es la oportunidad de convertirse en uno de sus discípulos.

Pero una renuncia como ésta es imposible para los hombres. No es algo que pudiera hacer el joven con su voluntarismo. Una renuncia como esta es también un don de Dios, que es quien lo puede todo. Pero el que es capaz de darlo todo recibe como recompensa el ciento por uno y en la edad futura, vida eterna.

El Evangelio no nos cuenta nada más. Pero ¿Pudo aquel joven olvidar la mirada de Jesús? ¿Se fue para nunca más volver? No puedo pensar que esto fuera así. Me gusta más creer que el tiempo lo fue haciendo más desprendido, que no dejó de seguir a Jesús y de escucharlo, hasta comprender que él no tenía capacidad para ser bueno, y abrirse al don de Dios. Me gusta más pensar que el Señor le fue transformando poco a poco el corazón y que terminó siendo un verdadero discípulo que lo dio todo.

Porque no puedo evitar en ver que ese joven soy yo mismo, tan apegado a las cosas de este mundo, con mis afanes personales de querer hacer muchas cosas, para sentir que soy bueno, que soy capaz; que después no haga nada y  lo único que me demuestran es que yo no soy bueno y no puedo desprenderme de mis cosas, que no son muchas riquezas sino unas cuantas cosas materiales. Pero no quiero dejar de escuchar a Jesucristo, de caminar con él, de aprender de él, de sentirlo como compañero de camino y tengo la esperanza de que será él quien me irá transformando. Su Palabra penetrará profundamente en mí y ella misma hará el trabajo.



Suplico, Señor Jesucristo, la sabiduría que sólo puede venir de ti. Concédeme conocerte y amarte para comprender que tú eres la verdadera riqueza y el mayor bien al que puedo aspirar. Contigo lo tendré todo y ya nada más será necesario.

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