Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.»
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino. (Mc 10,50-52)
El ciego Bartimeo ha padecido la oscuridad, por estar ciego y también por tener que vivir de limosnas. Al saber que por allí pasa Jesús el Nazareno sabe que tiene la oportunidad de sanarse y empezar una nueva vida. Por eso no pierde la
ocasión para gritar y suplicar misericordia.
El ciego hace en primer lugar un acto de fe: reconoce a Jesús como el hijo de David, es decir, lo está proclamando ante todos como el Mesías, que viene a salvarnos. Verdaderamente cree que Jesús es el que puede sanarlo. El Señor Jesús es el cumplimiento de las profecías que anunciaban los días de alegría porque todos los males quedaban sanados.
Lo habían dicho los profetas. Aunque el pueblo tenga que sufrir por causa del pecado, Dios que es misericordioso, lo salvará y lo llenará de alegría. Este anuncio se ha cumplido con la venida de Jesucristo.
Ha terminado su ceguera en todos los sentidos, porque al haberse acercado a Cristo ha recibido también la luz del Evangelio, y se ha convertido en su discípulo.
Tampoco hoy nos faltan tinieblas y tristezas que necesitan llenarse de luz y de alegría. Cada uno puede tener las suyas propias y nuestro mundo está todavía clamando a Dios. Pero el Señor, una vez más, cambiará nuestra suerte y volveremos cantando su alabanza. Tengamos fe y también seremos sanados.
Señor Jesucristo, tú estás siempre con nosotros. Te encontramos vivo de muchas maneras: en la Eucaristía, en medio de la comunidad, cuando oramos... tú estás siempre ahí para que podamos suplicarte por nuestra sanación y sigues llamándonos. Quiero saltar, dejar lo que me apega a este mundo y ponerme en tu presencia para que me des tu luz.