sábado, 2 de abril de 2022

JESÚS, LOS FARISEOS Y LA ADÚLTERA

 

Quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: - «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: - «Ninguno, Señor». Jesús dijo: - «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». (Jn 8,10-11)

 

La gente acude ante Jesús y él aprovecha la ocasión para enseñar. Sabe muy bien que la gente necesita esta instrucción para que nadie los manipule. Su enseñanza tiene como objeto a Dios, su amor y su misericordia, el perdón, el Reino de Dios…

Lo mismo que las palabras se puede decir que las acciones de Jesús son una enseñanza viva. Las situaciones que le van presentando se convierten para él en una oportunidad para instruir a unos y otros.

Una situación que le presentan sus enemigos con mala intención será al final una enseñanza extraordinaria sobre su misión como Mesías y su mensaje de salvación.

Los fariseos entendían la ley de forma cruel, porque no es una ley de vida sino de muerte, en cambio Jesús sabe bien que el Padre quiere que comunique al mundo la misericordia y la llamada a la conversión.

Sus palabras dejan en evidencia que todos somos pecadores. Nadie, pues, está autorizado a condenar a otra persona, por grave que sea su pecado. Aquellos que acusaban a la mujer tenían posiblemente muchos motivos para callarse y marcharse. Todos estamos heridos por el pecado, ésa es la realidad, y todos estamos necesitados de la misericordia de Dios para sanar y poder emprender una nueva vida. La salvación es gracia, es fruto del amor de Dios que quiere que todos se salven y no mira nuestros pecados sino nuestro deseo de hacer su voluntad.

Jesús le dice a la mujer: Yo tampoco te condeno. Está claro que él no ha venido a condenar sino a anunciar el perdón y la posibilidad de empezar un camino de conversión. Con su gesto está haciendo visible la misericordia de Dios con nosotros.

Después le dice: en adelante no peques más. Es como si le hiciera ver que el pecado la ha dañado y la ha humillado. El pecado ofende a Dios pero no porque le haga algo a él sino por el mal que nos hace a nosotros mismos que somos sus hijos.

A punto de entrar en la semana santa y casi a las puertas del triduo pascual no dejemos de aprovechar la oportunidad que se nos brinda de confesar y recibir sacramentalmente el perdón de los pecados.

Porque es una realidad que somos pecadores y necesitamos el perdón. Experimentar la misericordia de Dios nos hace sentirnos amados y consolados y nos anima emprender de nuevo el camino de la santidad y del encuentro con Cristo con renovada ilusión. Él no nos condena, nos perdona siempre,  pero nos anima a no pecar más porque el pecado nos daña y hemos de luchar contra él con todas nuestras fuerzas.

 

Conocerte a ti es el único objetivo de mi vida. Por eso me animas con tu bondad a dejar atrás todo lo que me estorba para poder estar cada día más cerca de ti.

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