“Esta
es mi sangre, sangre de alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré
a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el Reino de
Dios.” (Mc 14,26)
La última cena dejó para nosotros este memorial de la muerte
de Cristo en la cruz. Una muerte que no fue una tragedia ni un fracaso, por más
que lo pareciera, sino la entrega total por amor del Hijo único. Por eso la Eucaristía se puede
llamar sacrificio, porque es el memorial del sacrifico de Cristo en la cruz. Es
un sacrificio porque hay una víctima y se ha derramado su sangre. Pero, sobre
todo, porque es un acto de amor tan sublime que tiene el poder de limpiar los
pecados del mundo.
El sacrificio de Jesucristo no es un simple ritual como los
sacrificios del antiguo testamento. El Señor Jesús decidió poner su persona
entera al servicio de la voluntad del Padre. Su sacrificio fue la obediencia
total hasta el derramamiento de su sangre. Por eso la celebración de la misa no
puede quedarse en una bonita ceremonia sino que nos compromete a poner nuestras
personas a disposición de la voluntad de Dios.
Recibir a Jesucristo en la Eucaristía no es un gesto sin
más, sino que lleva consigo toda una vocación. Es el Señor que quiere venir a
tu vida para transformarte, pero también que te llama para que seas signo de su
amor entre tus hermanos. Es el mismo Jesús que te alimenta con su propio cuerpo
para llenarte de su mismo amor para que tú puedas llegar a amar también hasta
el extremo como hizo él. Por eso la Eucaristía es la celebración más sublime,
el sacramento de nuestra fe. En ella expresamos nuestro deseo de entregar
nuestra vida para la transformación del mundo, somos conscientes de nuestra
pequeñez para algo tan grande y recibimos el remedio a nuestra indigencia en el
mismo Cristo que se nos da como alimento.
Jesús sabía que después de esta cena pascual venía su
pasión. Sabía que tendría que dejar este mundo. Pero su esperanza sigue firme
porque sabe que volverá a beber el fruto de la vid en el Reino de Dios. Comulgar
es también aceptar que todo puede parecer perdido, como ocurrió con la muerte
de Jesús en la cruz, y seguir confiando en el poder de Dios que es capaz de
traer el mayor bien de lo que parece el mayor fracaso. Porque nuestra esperanza
no se queda solo en esta vida, mira más allá y sabemos que tendremos la
celebración definitiva en el Reino de Dios.
Me has concedido un
don inmerecido que supera todo lo que un hombre puede tener: representarte a ti
en persona y hacer que cada día vengas a mis manos en la Eucaristía. Nunca seré
digno de algo tan extraordinario. Cada día me siento sobrecogido ante un
misterio tan grande y te doy gracias constantemente por haberme llamado a este
ministerio.
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