María,
sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su Palabra. (Lc 10,19)
El apóstol
Pablo era un verdadero místico, aunque su carácter fuera duro y veamos en sus
cartas un hombre impetuoso, no cabe duda de que era un verdadero hombre de
Dios, con una espiritualidad muy profunda. Así nos deja testimonio de su unión
íntima con el Señor hasta el punto de decir que todo lo demás es una pérdida
comparado con el conocimiento de Cristo Jesús. Por esa unión íntima con Cristo,
también sufre en su propio cuerpo las marcas de la Pasión. Él dice que está
completando en su carne la pasión de Cristo. De esta manera el sufrimiento por
la iglesia no le produce tristeza sino alegría. La alegría de compartir con el
Señor todo su amor por su pueblo, por el que ha entregado la vida.
Sentir
alegría por sufrir es, sin lugar a dudas, una tremenda paradoja. Para llegar a
comprenderlo tenemos que alcanzar el nivel de espiritualidad de San Pablo, y
estoy convencido de que necesitamos llegar a esa meta. La vida nos va a traer
muchas contradicciones y podemos afrontarlas con amor y con esperanza si
estamos profundamente unidos a Jesús.
Es verdad que
nuestro mundo material nos hace que parezca inútil o pérdida de tiempo la vida
espiritual, pero no debemos dejarnos engañar. El mismo Jesús, ante la
inmensidad de la mies, lo primero que nos propone es orar: “rogad al dueño de la mies”. Y es que no
debemos perder nunca de vista que todo está en las manos de Dios. Por eso lo
que mejor le podemos ofrecer a nuestro mundo es una experiencia de intimidad
con Dios, una vivencia mística.
Como María,
sentémonos a los pies del Señor para escuchar sus Palabras. Esto es escoger la
mejor parte.
Ella supo dejar
de lado otras preocupaciones para contemplar a su Maestro y escuchar su
Palabra. Todo lo que va diciendo va calando en ella, le aclara muchas dudas, le
ayuda a comprender muchas cosas y también la va preparando para poder afrontar
las nuevas dificultades que surjan en el futuro. La Palabra del Señor la irá
transformando y luego ella actuará respondiendo a todo el don recibido.
Encuentra momentos
para el silencio, céntrate en la persona de Jesús, medita su Palabra y déjate
inundar por ella. Verás cómo estos encuentros te van transformando día a día. También
el Señor nos ha ofrecido la gran ayuda de los sacramentos: la Eucaristía y la
Penitencia. Seguro que puedes encontrar tiempo para celebrar la Eucaristía
aunque no sea día de precepto y recibir a Cristo como fortaleza para tu vida.
Este encuentro con el Señor Resucitado que perdona los pecados y te alimenta
con su propio cuerpo, también va transformando tu vida.
No vale decir
que hay mucho por hacer para buscar una excusa y dejar de lado la vida
espiritual. Porque precisamente por eso, porque la mies es mucha, hay que
escoger la mejor parte que consiste en llenarse del amor del Señor. Él mismo
será quien te envíe a transformar el mundo con un corazón renovado.
Todos los días vienes a mí buscando mi
hospitalidad. Eres tú mismo quien llama a mi puerta y me pide un poco de
tiempo, algo de comprensión, un buen consejo… que te trate con amor. Tal vez me
pasas desapercibido, pero siempre que acojo al que viene a buscarme es a ti
mismo a quien estoy recibiendo. Lo recordaré para ofrecerte lo mejor de mí
mismo.
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