Cristo,
en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y
súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue
escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado
a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de
salvación eterna. (Heb 5,7-9)
Cuando medito la pasión del
Señor encuentro siempre alguna luz nueva que me permite comprender el porqué
del sufrimiento de Jesús. Unido al dolor del Hijo encontramos también el dolor
de la madre.
Nos dice el autor de
Hebreos que Cristo oró a gritos y con
lágrimas, y nos recuerda la oración de Jesús en Getsemaní. Los evangelistas
nos cuentan cómo estaba lleno de tristeza y cómo llegó a sudar goterones de
sangre. Porque era muy duro para él enfrentarse a la pasión. Recordamos bien su
oración: Padre, si es posible aparta de
mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino tu voluntad.
El autor de Hebreos nos
dice que la oración de Cristo fue escuchada por su actitud reverente. Nos podríamos
preguntar por qué entonces el Padre permitió que el Hijo sufriera y muriera.
¿Es que la voluntad del Padre era la muerte del Hijo? A veces es esto lo que
pensamos y nos quedamos muy desconcertados. ¿Por qué el Padre se complace en la
muerte de su Hijo?
Pero la voluntad del Padre
abarcaba mucho más que aquel momento concreto. Ya desde los comienzos cuando el
pecado entró en el mundo Dios se comprometió a salvarnos de esa esclavitud. La voluntad
del Padre era la Salvación del género humano.
El pecado y la muerte entraron
en el mundo por un acto de desobediencia, por la soberbia de querer ser dioses.
Para cancelar el poder del pecado era necesario un acto de amor sublime. Y como
el mismo Jesucristo nos dice: nadie tiene
amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Jesucristo aprendió sufriendo a obedecer. Frente a
la desobediencia de Adán está la obediencia total del Hijo Unigénito. Y por
este acto el pecado ha quedado derrotado, hemos sido salvados y podemos
alcanzar la Vida eterna. Él es el autor de la Salvación eterna.
Con él, encontramos a María
al pie de la cruz. Ella compartió los sufrimientos del Hijo y unida a él es
colaboradora de la Redención.
En ese momento final le
ofreció al discípulo amado como hijo y a ella se la ofreció como madre. Desde ese
momento, nos dice el Evangelio, el discípulo la recibió en su casa. Por eso
María es tan activa en nuestra liberación del pecado. Por eso podemos contar
siempre con ella y dirigirnos a ella en la oración, puesto que el mismo Jesús la
ha encomendado como madre de todos los discípulos.
Señor
Jesucristo, quiero estar al pie de la cruz junto a tu madre para unir a tu
pasión todos mis sufrimientos. Tú me has enseñado a aceptar la voluntad del
Padre y a vivirlo desde el amor y la obediencia. Así puedo colaborar contigo
para la salvación del mundo.
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