Sucedió
que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió
también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los
tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno. (Lc
16,22-23)
En la parábola se habla con
una pincelada de la situación de los dos personajes en esta vida. Uno disfruta
y el otro sufre. Pero a los dos les llega la hora de la muerte y todo cambia.
La parábola se detiene más en lo que sucede después de esta vida. A fin de
cuentas los placeres o los sufrimientos de esta vida son pasajeros pero lo que
sucederá después de la muerte es eterno.
En la otra vida todo ha
cambiado de forma radical y trágica para el rico. Yo reconozco que siempre he
sentido más compasión con el trágico final del rico que con los sufrimientos de
Lázaro antes de su muerte. Yo pienso que Jesús pretende que veamos la gravedad
de lo que sucede en la otra vida si terminamos siendo condenados.
El rico pide muy poco, no
pide ser liberado de esas llamas sino tan sólo que Lázaro moje la punta del
dedo y le refresque la lengua. Pero ya, después de la muerte no es posible ni
siquiera algo tan simple, hay un abismo inmenso.
Pero ¿Qué pecado había
cometido el rico para ir al infierno?
Tal vez, si pensamos en los
pecados concretos contra los diez mandamientos podríamos decir que no había
cometido ningún pecado: no ha matado a nadie ni ha robado ni ha mentido ni ha
ofendido a Dios. Tan sólo disfrutaba de sus cosas. ¿Por qué ha terminado en el
infierno?
No podemos olvidar que los
mandamientos de Dios tienen un sentido que va más allá de las prohibiciones. El
mandamiento principal es el amor a Dios y al prójimo. No amar al hermano que
sufre es un pecado muy grave que merece la condena del fuego. Este era el
pecado del rico. La indiferencia ante el sufrimiento de Lázaro demostraba que
no amaba a su prójimo. Es posible que fuera muy cumplidor de sus deberes
religiosos, pero se había saltado el más importante.
Si hubiese escuchado a los
profetas, es decir si hubiese meditado de verdad la palabra de Dios, podría
haber comprendido el mal de su indiferencia.
Esta historia puede que no
se quede tan lejos, que sea todavía una realidad. ¿No es cierto que todavía hoy
muchos disfrutan de sus bienes, hacen fantásticos viajes, visten con todo lujo,
banquetean y viven indiferentes al dolor del prójimo? Después de escuchar esta
parábola de Jesús no deberíamos de quedarnos tan tranquilos, sino pensar bien
cómo estamos nosotros viviendo. Creo que las palabras de Jesús deben, al menos,
dejarnos inquietos y preocupados por hacer algo concreto que ayude a los más
pobres, a los que más sufren. Para nosotros escuchar a Moisés y a los profetas
consiste en conocer el Evangelio y escuchar al Señor. Jesús nos animaba a
ganarnos amigos con el dinero injusto, a tener tesoros en el cielo y ser ricos
para Dios. Una forma de hacer esto es luchar contra la indiferencia y sentir
como propios los padecimientos de los demás.
Es verdad que cambiar estas
situaciones de injusticia requiere mucho más que la buena voluntad de unos
cuantos. Pero, al menos, no dejemos de informarnos de estas cosas, colaboremos
con las organizaciones que trabajan por sacar a los pobres de su miseria, y
estemos atentos también a los que tenemos cerca para mostrar siempre nuestra
solidaridad. Y todo esto hay que llevarlo a cabo viviendo con sencillez.
Tú,
Señor, nunca fuiste indiferente ante el sufrimiento de los hombres. Viniste a
vivir entre los más pobres y elegiste compartir el destino de los últimos,
muriendo en la cruz. Contemplando tu vida encuentro la respuesta que tengo que
dar ante las situaciones de injusticia y desigualdad. Te pido que me acompañes
para que siga tus pasos, me haga pobre y pequeño como tú; me acerque a los
últimos como un instrumento en tus manos para comunicar la Buena Noticia. Corrígeme
siempre que me desvíe de tu camino.