Si no
sois mejores que los letrados y los fariseos, no entraréis en el Reino de los
Cielos. (Mt
5,20)
Jesús nos
quiere proponer un estilo de vida que no se puede quedar en el mero
cumplimiento de unas normas morales o de unas tradiciones religiosas. Por eso quiere
que lleguemos a la plenitud de los mandamientos. Ya deja claro que no se trata
de abolir ninguna norma sino de llevarlas hasta las últimas consecuencias.
El sentido de
la ley que Moisés dio al pueblo de Israel era expresar la voluntad de Dios y
dejar unos mandamientos básicos que permitieran al pueblo convivir en paz y ser
felices en la tierra prometida. Pero cuando la ley se queda en el cumplimiento
y no vive el espíritu que la sostiene termina convirtiéndose en esclavitud. Así,
en lugar de mostrar la belleza y la bondad de Dios, termina por empañar su
imagen.
Jesús nos
lleva a la plenitud de la ley con su propia vida. Todo lo que nos dice en el
sermón del monte lo veremos cumplido en él mismo. La plenitud de la ley, es
decir, la voluntad de Dios no se queda en los mínimos de los diez mandamientos,
sino que desea llegar al máximo de las bienaventuranzas. No se conformará con
no matar sino que estará dispuesto a dar la vida, no se conforma con no robar
sino que es capaz de desprenderse de todos sus bienes.
Jesús nos
anima a vivir este espíritu superior a la práctica de los letrados y fariseos
para poder entrar en el Reino de los Cielos. ¿Podremos cumplirlo?
Cuando vemos
lo exigente que es su propuesta podemos asustarnos. Lo primero que descubrimos
es que nadie cumple esta perfección, sólo Jesús y la Virgen María. Pero mirar a
esta meta no debe desanimarnos sino, al revés, motivarnos para levantarnos de
nuestras caídas y seguir superándonos cada día hasta llegar a la plenitud. Esta
plenitud de la ley tiene un nombre: Amor. Se trata de vivir el amor con todas
sus consecuencias. Para hacerlo realidad el Señor no nos deja solos sino que
nos acompaña, nos ofrece la fuerza del Espíritu Santo y nos ayuda con los
sacramentos.
Tú me has amado primero y has entregado tu
vida por mí. Eres tú quien me ha buscado y eres tú quien se ha empeñado en
hacerme vivir de tu amistad. Siento tu llamada no como un mandato sino como una
necesidad de mi vida: necesito estar contigo, escucharte, sentirte y también
presentarte a los demás.
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