En esto conocerán todos que sois
discípulos míos: si os amáis unos a otros. (Jn 13,35)
Es
bueno detenerse a considerar cómo hemos pecado y cómo nos hemos alejado de
Dios, porque este ejercicio no nos humilla sino que nos pone delante el don que
hemos recibido del perdón y la gracia. Todo ha venido de la mano de Jesús, el
Señor, el Hijo amado de Dios que ha entregado su vida y ha derramado su sangre
para nuestra salvación. ¿Cómo no alabarlo y darle gracias constantemente? Nos
ha reconciliado con el Padre y nos permite también reconciliarnos con nosotros
mismos y levantar la cabeza alta porque hemos merecido el precio de su sangre
para nuestro rescate, tan valiosos éramos para él.
Es
curioso que habiendo dado tanto para nuestra salvación no nos reclame el amor a
sí mismo sino que nos pide que nos amemos unos a otros. Claro que quiere ser
amado, el que ama desea ser correspondido y Jesús, que es amor, desea que lo
amemos también. Pero su mandamiento no insiste en que lo amemos a él sino en
que nos amemos unos a otros, como el signo que nos identifica como discípulos
suyos. Es como si nos dijera que el camino para mostrar nuestro amor hacia él y
nuestro agradecimiento porque nos ha salvado la vida no es otro que el amor
entre nosotros. Porque un amor que sólo sean palabras no nos lleva a ninguna
parte. Amamos a Dios, amamos a Jesucristo, cuando amamos de corazón al hermano
y damos la vida.
Podemos,
tal vez, llegar a la conclusión de que no se nota que somos sus discípulos,
porque no nos amamos de verdad unos a otros, porque todavía quedan entre
nosotros muchas envidias, muchas críticas, muchas zancadillas… que ponen en
evidencia lo débil que es nuestro amor.
Pero
Jesús ha entregado su vida por nosotros para rescatarnos del poder del pecado.
Porque es Satanás el que nos tienta para que se siembre en nosotros todo lo
negativo que nos separa de los demás. Pero el diablo está ya derrotado por la
sangre de Jesús. Si nos acogemos a la salvación que se nos ha ofrecido podemos
vencer el mal y sembrar en nosotros el amor, que es el que nos identifica como
cristianos, discípulos de Jesucristo. El amor es el arma más poderosa para
vencer todo el mal.
Al
obedecer al Padre hasta las últimas consecuencias, Jesucristo le está
ofreciendo el verdadero culto de alabanza. Su sangre derramada es la mayor
alabanza porque es el sacrificio más puro y más verdadero que se le puede
ofrecer. Dios ha sido glorificado recibiendo la entrega y el amor de su Hijo
amado que no se ha reservado nada para cumplir su voluntad de salvar al mundo. Glorifiquemos
nosotros al Padre, obedeciendo al Hijo, viviendo el amor mutuo entre nosotros,
como la señal de que somos discípulos suyos.
Te glorificamos, Cristo
Jesús, te damos gracias y te alabamos por haber llegado tan lejos para
rescatarnos del pecado y ofrecernos de nuevo la vida.
Te glorificamos, te
alabamos y te damos gracias, Dios Padre de misericordia por la Resurrección y el triunfo de tu Hijo
amado que muestra ante nuestros ojos que nunca abandonas a tus elegidos y que
transformas todo lo que sucede, incluso el mayor pecado, en fuerza de salvación
y de liberación.
Te glorificamos, te
alabamos y te damos gracias, Espíritu Santo defensor, porque pones en nosotros
la fuerza del amor que vence todo el pecado.