Ningún
siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al
otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis
servir a Dios y al dinero. (Lc 16,13)
Servir a Dios significa
reconocer su grandeza y alabarlo por todo, darle gracias por todos sus bienes,
todo lo que tenemos es un don que hemos recibido de él.
Servir a Dios es también
venir a su encuentro. Jesucristo ha venido a estar entre nosotros y quiere
compartir su vida y su poder con nosotros. Así viene también a nosotros en la
eucaristía. En realidad servir a Dios, servir a Cristo, es más recibir que dar,
porque este servicio se convierte en un honor. Una de las oraciones decía nos
haces dignos de servirte en tu presencia.
Servir a Dios es, por
supuesto, estar al servicio de su Reino, es defender la causa de los pobres y
de todas la víctimas, es transmitir su evangelio y dar a conocer sus valores,
compartir con los demás esta sabiduría que Cristo nos ha ofrecido. Servir a
Dios es llenar este mundo de su bondad y atraer así la felicidad y la alegría
que esto supone.
Frente a esto está el servicio al dinero. Por dinero mucha gente no duda en maltratar a los demás o en hacer la guerra. Para lograr riquezas se dedica, tal vez, demasiado tiempo y demasiados recursos. No hay corazón cuando el dinero está en juego, por eso se despide a un padre o a una madre de familia dejándolos sin el sustento necesario para su familia o se engaña a otros para que atraviesen el mar en malas condiciones y con riesgo de sus vidas. Jesús decía que los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz.
Yo
quiero servirte a ti y quiero poner toda mi dedicación y todos mis medios en
hacer tu voluntad. Tú eres la verdadera riqueza y por ti tengo que sacrificar
mucho más que por todas las riquezas del mundo.