Apenas Jesús salió
del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se
oyó una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.» (Mc 1,10-11)
Jesús
se bautizó aunque en él no había pecado ninguno. Fue una manera de hacerse
solidario con los pecadores que sentían la llamada a la conversión.
El
bautismo de Jesús se convirtió enseguida en una teofanía. La historia de la
humanidad dio un giro en ese momento.
Podríamos
decir que ya fue grande y gloriosa la encarnación del Señor en el seno de María
y su nacimiento en Belén. Dios ha visitado nuestro mundo y lo ha llenado con su
luz.
El
bautismo del Señor vuelve a mostrarnos como el cielo y la tierra están unidos y
hay una relación clara entre Dios y los hombres. En aquel momento esta realidad,
que era invisible, se pudo ver y se pudo escuchar.
Fue
también un momento crucial para el mismo Jesús que recibió en ese instante la
unción del Espíritu Santo y marcó así el comienzo de su vida pública después de
treinta años de vida oculta. Jesús es Cristo, el Ungido de Dios, el Mesías
esperado que nos libera del pecado y de la muerte.
La
voz del Padre es una proclamación del misterio de Cristo: es el Hijo de Dios y
viene a cumplir una misión como siervo que se entrega y da la vida por los
demás. Él es el siervo paciente que no gritará y que no apagará el pábilo
vacilante, que impondrá el derecho y abrirá los ojos de los ciegos, como había
anunciado Isaías.
El bautismo del Señor se convierte para nosotros en una imagen de nuestro propio bautismo. Nosotros sí venimos heridos por el pecado desde nuestro nacimiento, pero el bautismo nos libera, nos limpia y nos obtiene el perdón, nos convierte así en nuevas criaturas, nos llena de la santidad de Dios.
Nuestro
bautismo también nos convierte en hijos de Dios como Jesucristo y destinados a
la misma herencia del hijo amado y predilecto. El padre dice de nosotros: “Tú
eres mi hijo amado, mi predilecto”.
También
viene a nosotros el Espíritu Santo y nos consagra para ser sacerdotes profetas
y reyes; nuestra vida y todo nuestro ser pertenecen a Dios para ofrecer el
sacrificio agradable de nuestra entrega a los demás, para proclamar su Palabra
y para construir su Reino.
Por
esto también se nos encomienda a cada uno una misión de parte de Dios. Somos
hijos amados y predilectos como el siervo elegido a quien Dios prefiere para
cumplir su mandato. El camino del siervo, que no gritará ni apagará la mecha
humeante, nos anima a seguir los pasos de Jesucristo para hacer, cada uno desde
nuestra propia vocación particular, la voluntad de Dios; para sembrar el amor
en el mundo y llenar de alegría y esperanza la vida de los pobres.
Señor Jesucristo te doy gracias por haber venido enviado por el Padre y haber cumplido siempre su voluntad. Te alabo por tu entrega que me ha alcanzado el perdón y me ha traído la gracia que me permite vivir una vida nueva. Te bendigo, Señor Jesús, porque nos has dejado el bautismo como sacramento que nos permite formar parte de tu mismo cuerpo y de tu misma misión salvadora. Tú has pasado por el mundo haciendo el bien y me has curado de las heridas y de la opresión del diablo.
Sáname Señor, abre mis ojos ciegos, libérame del cautiverio de mis dudas y mis manías, sácame de la prisión de mi egoísmo y mi pereza, sácame de las tinieblas de mis pecados y de mi tristeza. Eres mi luz, Señor. Te necesito y necesito creer en ti para hacer tu voluntad y encontrar el sentido de mi vida.
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