Después miré y había
una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas,
pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con
vestiduras blancas y con palmas en sus manos. (Ap 7,9)
El
relato del libro del apocalipsis nos lleva al cielo para contemplar a los
santos que llegan como una multitud innumerable de toda raza y lengua que se
postran y alaban a Dios. Así contemplamos este momento glorioso de los santos
en la presencia de Dios por el que han dedicado su vida. Es la llegada a la
meta hacia la que han estado siempre caminando.
Vienen
de la gran tribulación, lo que significa que no ha sido fácil ser fieles. Han
tenido que enfrentarse a muchas pruebas y algunas de ellas han sido muy duras.
Han sufrido persecuciones, calumnias, incluso el martirio; también se han visto
enfrentados a numerosas tentaciones ante los atractivos del mundo y las
dificultades que vivían, pero unidos a Cristo las han superado.
Han
blanqueado sus mantos con la sangre del Cordero. Eran pecadores, no
fueron inmaculados desde el principio, venían de una vida de pecados, pero han
sido rescatados por Cristo, por su sangre derramada en la cruz. Fieles y
agradecidos a la redención han sido purificados de sus pecados y ahora pueden
estar en la presencia de Dios.
Esta es la meta a la que todos deseamos llegar: encontrar a Dios para postrarnos y alabarlo en persona y sentir la fuerza de su presencia. Verlo cara a cara, tal cual es. San Juan, en su carta, nos dice que llegaremos a ser semejantes a él. Lo que quiere decir que la meta es más alta de lo que imaginamos: llegar a ser santos como Dios es santo. Ya somos hijos de Dios por el amor que el Padre nos ha tenido y estamos destinados a ser como Cristo.
Por
eso el Evangelio de este día nos propone como modelo de vida las
Bienaventuranzas. Son bienaventurados los que han reflejado en su vida al mismo
Jesucristo: los pobres, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed
de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por
la paz y todos los perseguidos por el
evangelio.
Una
vocación excelente para todos llegar a ser imagen de Cristo en medio del mundo
y llenarlo con la luz del Evangelio.
Jesús
culmina las bienaventuranzas invitándonos a la alegría, siempre alegres aunque
seamos incomprendidos y perseguidos.
Tú solo eres santo
Señor y yo me postro ante ti. Caigo de rodillas en tu presencia porque me
siento sobrecogido ante tanto amor y tanta bondad. Eres grande porque te has
hecho pequeño para acercarte a nosotros y rescatarnos de nuestras miserias.
Bendito seas por siempre Señor Jesucristo. Yo me uno al coro de todos los santos para cantar por siempre tu alabanza.
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