«A otros ha salvado;
que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban
de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey
de los judíos, sálvate a ti mismo». (Lc 23,35-37)
Hoy contemplamos a Jesucristo como rey. Pero
curiosamente su trono no es un gran asiento dorado sino que es el madero de la
cruz. Su corona es una corona de espinas y en lugar de aclamaciones está
recibiendo insultos y burlas. Pero él es de verdad el rey.
A
otros ha salvado:
Ha venido para ser salvador y su vida es una entrega. No ha pensado en sí mismo
sino que, para salvar a otros, a todos nosotros, ha estado dispuesto a morir.
También ha salvado, en el último instante,
al malhechor arrepentido. En el peor momento de su vida este hombre infeliz ha
encontrado a Jesús y ha tenido la oportunidad de morir en paz, porque ha
recibido la promesa del paraíso.
También hoy, pese a la indiferencia que
parece que nos domina, Jesucristo es el Rey del universo. Su Reino no se impone
por la fuerza sino que se va construyendo con el testimonio de los pequeños, de
todos aquellos que han sabido encontrar en Jesucristo una razón para la alegría
y la paz.
Señor
hoy me permites contemplar la fe de aquel bandido que estaba condenado junto a
ti. Su ejemplo me recuerda el testimonio que he recibido de muchos ancianos y
enfermos que saben vivir con amor los momentos difíciles de su vida, porque
confían en ti. He tenido la oportunidad de ver muchos gestos de perdón, de fe
en medio de las dificultades, de paciencia ante los sufrimientos y hasta de
alegría en medio de la enfermedad que he visto claramente que tú reinas entre
nosotros.