¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie
bueno más que Dios. (Mc 10,18)
Aquel joven rico del Evangelio quería ganar
la vida eterna por sí mismo, quería ser bueno. La pregunta, siendo muy sincera,
no dejaba de demostrar su voluntarismo. ¿Qué
tengo que hacer yo? Era también la actitud de los fariseos y de los
cumplidores de la ley. El deseo está también centrado en sí mismo: quiero ganar yo la vida eterna. Jesús,
antes de responder le hace cambiar la mirada: Sólo Dios es bueno. Podríamos
entender nosotros que la Vida eterna será una herencia regalada por Dios, que
es bueno. No es algo que nosotros podamos alcanzar con nuestro comportamiento,
no será algo merecido sino un don. Sólo Dios es bueno, los demás somos pobres
pecadores necesitados de misericordia.
La primera respuesta de Jesús se limita a
recordar los mandamientos. Es lo mínimo. Los mismos mandamientos que cumplían rigurosamente
los escribas y fariseos.
Otro elemento interesante es la mirada de Jesús.
Nos dice que lo miró con cariño. Me imagino la sensación del joven ante esa
mirada, que fue tan irresistible para los primeros discípulos, que lo dejaron
todo para seguirle. Enseguida viene la segunda propuesta para ese corazón
inquieto: Vende todo lo que tienes y dale
el dinero a los pobres y luego sígueme. Es otra llamada, es la oportunidad
de convertirse en uno de sus discípulos.
Pero una renuncia como ésta es imposible
para los hombres. No es algo que pudiera hacer el joven con su voluntarismo.
Una renuncia como esta es también un don de Dios, que es quien lo puede todo.
Pero el que es capaz de darlo todo recibe como recompensa el ciento por uno y
en la edad futura, vida eterna.
El Evangelio no nos cuenta nada más. Pero
¿Pudo aquel joven olvidar la mirada de Jesús? ¿Se fue para nunca más volver? No
puedo pensar que esto fuera así. Me gusta más creer que el tiempo lo fue
haciendo más desprendido, que no dejó de seguir a Jesús y de escucharlo, hasta
comprender que él no tenía capacidad para ser bueno, y abrirse al don de Dios.
Me gusta más pensar que el Señor le fue transformando poco a poco el corazón y
que terminó siendo un verdadero discípulo que lo dio todo.
Porque no puedo evitar en ver que ese joven
soy yo mismo, tan apegado a las cosas de este mundo, con mis afanes personales
de querer hacer muchas cosas, para sentir que soy bueno, que soy capaz; que
después no haga nada y lo único que me
demuestran es que yo no soy bueno y no puedo desprenderme de mis cosas, que no
son muchas riquezas sino unas cuantas cosas materiales. Pero no quiero dejar de
escuchar a Jesucristo, de caminar con él, de aprender de él, de sentirlo como
compañero de camino y tengo la esperanza de que será él quien me irá
transformando. Su Palabra penetrará profundamente en mí y ella misma hará el
trabajo.
Suplico,
Señor Jesucristo, la sabiduría que sólo puede venir de ti. Concédeme conocerte
y amarte para comprender que tú eres la verdadera riqueza y el mayor bien al
que puedo aspirar. Contigo lo tendré todo y ya nada más será necesario.
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