Aquel
discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: Es el Señor. (Jn 21,7)
Los
discípulos habían decidido volver a su vida cotidiana y de nuevo vuelven a su
tarea de siempre, a pescar. Pero cuando Jesús no está con ellos todo es triste:
es de noche y no han pescado nada. De pronto Jesús aparece ante ellos. Con el
Señor todo cambia. Ahora es de día, están llenos de alegría y de optimismo y la
pesca ha sido abundante. Han comprendido que Jesús ha resucitado verdaderamente
y que vive para siempre. Han comprendido que no están solos y que tienen una
importante misión que llevar a cabo, porque tienen que proclamar a todo el
mundo esta Buena Noticia.
Podemos apreciar
en el libro de los Hechos de los apóstoles la transformación que llegaron a
vivir en su espíritu. Con la certeza de la Resurrección y con la fuerza del
Espíritu Santo, ya no tenían miedo a nada. Sabían que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres y se llegaban a
sentir contentos por los ultrajes recibidos en nombre de Jesús.
Abramos nuestros
ojos para contemplar la obra de Dios porque tenemos que animarnos y anunciar a
todo el mundo el triunfo de la vida sobre la muerte. Si dejamos que la voz de Jesús
cambie nuestras vidas, es posible todavía la alegría y la esperanza para todos.
No nos dejemos impresionar por los que quieren que nuestra fe se esconda en lo
privado; tenemos una buena noticia que proclamar al mundo y hay que obedecer a
Dios antes que a los hombres. Aunque esto nos llegara a costar incomprensiones
o persecuciones tendremos que seguir transmitiendo la alegría de conocer a
Jesucristo. Que no nos desanime la indiferencia ni el relativismo, porque si
reconocemos al Señor en nuestra vida y le abrimos nuestra puerta, él podrá
llenar también nuestra red de peces grandes: hará que reine la fraternidad, que
seamos más solidarios, que entre nosotros haya más respeto, que brille la
solidaridad… vencerá la luz a las tinieblas.
Cuando Jesús no
está todo es triste, no hay pesca, es de noche: se pierde la esperanza, reina
el egoísmo y todos salimos perdiendo. Pero Él está con nosotros. Nos sigue
hablando a través de la Iglesia, nos sigue sanando de nuestras heridas, nos
sigue acompañando en nuestros sufrimientos, nos sigue alimentando con su propio cuerpo. Con él llega la luz y la
alegría para todos.
A pesar de mis dudas y de mis quejas, a
pesar de mi cobardía y de mis debilidades, a pesar de mis pecados, de mi
egoísmo, de mi pereza y de mi soberbia… a pesar de todo esto yo sigo aquí,
tratando de hacerme digno de la vocación a la que me has llamado. No soy digno
de proclamar tu nombre, pero te amo y tú eres mi única fuerza. En ti encuentro la
alegría y la esperanza de mi vida, tú eres un compañero fiel; eres el perdón de mis culpas y el amor
que aun no tengo. Tú pones la humildad que me falta y los méritos que necesito
ante el Padre. Tú eres mi Señor y mi Salvador y mi vida te pertenece sólo a ti.