Se transfiguró
delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no
puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés,
conversando con Jesús. (Mc 9,2-3)
La transfiguración es una revelación de la gloria
de Cristo, una manifestación clara de su divinidad. La sensación es tan
extraordinaria que Pedro quiere quedarse ahí para siempre. El cielo ha bajado a
la tierra y hasta los santos entran en acción, Dios mismo revela el misterio de
su Hijo amado.
Pero la divinidad de Jesús no le va a
impedir aceptar plenamente su condición de hombre mortal. Después de este
momento de gloria hay que bajar a la realidad y enfrentarse a la cruz para
llegar a la resurrección.
Y es que la gloria de Dios no tiene nada que
ver con la forma humana de entender la gloria. Cristo mostrará su gloria
también en la pasión y podemos llamarla por eso gloriosa pasión. Tan grande es
esa gloria de Jesús en su muerte que el centurión que está cuidando de los
condenados se rinde ante lo que está viendo y reconocerá a Jesús como Hijo de
Dios
Porque la gloria del Señor se muestra en su
entrega, en su obediencia al Padre y en su amor por todos.
Contemplemos a Cristo transfigurado también
hoy en medio de nosotros. La voz del Padre, que escuchamos al proclamar la
Palabra nos dice que es su Hijo amado y que lo escuchemos. Escuchemos, pues, al
Señor Jesús que tanto tiene que enseñarnos.
La gloria del Señor se nos presenta también
en la Eucaristía, cuando las palabras de la consagración ponen ante nosotros el
cuerpo y la sangre de Cristo y hacen presente el sacrificio del Calvario.
La gloria del Señor está también muy viva en
nosotros que somos capaces de amar y perdonar a los hermanos, que nos sentimos
movidos a servir a los pobres y queremos cambiar este mundo con la fuerza del
Evangelio.
La gloria de Cristo que aceptó la cruz,
también la experimentamos en nuestros fracasos y en nuestras noches oscuras,
que nos liberan de nuestro egoísmo y nos hacen confiar y creer en el amor de
Dios por encima de todo.
Hoy resplandece el Señor con una blancura deslumbrante
no perdamos la oportunidad de gozar de este resplandor.
¡Qué
bien se está aquí, contigo, Señor! Dichosos los que viven en tu casa,
alabándote siempre. Te doy gracias porque me has concedido este don de estar
siempre cerca de ti y de poder alabarte, bendecirte y suplicarte.