Al anochecer de aquel día, el primero
de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por
miedo a los judíos.
Y en esto entró Jesús, se puso en
medio y les dijo: «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las
manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. (Jn
20,19-20)
Los discípulos están encerrados
y tienen miedo. Su mirada es humana, se queda tan sólo en lo que han podido
ver. Pero sin que ellos lo esperen Jesús Resucitado irrumpe de pronto y se
presenta ante ellos. Todo cambia, ahora el miedo da paso a la alegría.
Jesús
les mostró las manos y el costado. En sus manos están los
agujeros de los clavos y en el costado está la herida de la lanzada. Son sus
llagas, los signos de su sufrimiento y de su muerte que se han convertido en
signos de gloria y de salvación, son sus gloriosas llagas. Son las heridas que nos han curado.
Ante la presencia del
Resucitado la mirada de los discípulos va superando su comprensión meramente
humana y material para dar paso a una visión creyente. Ante la presencia de
Jesucristo, vivo para siempre, comprenden que todo lo que ha sucedido tiene un significado
mucho más profundo: los caminos de Dios no son nuestros caminos.
Todo es un proceso, no cambian
de la noche a la mañana. A los ocho días siguen encerrados. Tendrá que venir
sobre ellos el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que se lancen a
predicar el Evangelio. Pero al final se produce en ellos esa transformación que
culminará con la entrega de sus vidas y el entusiasmo al hablar de su Señor.
El poder del Señor resucitado
se hace realidad en ellos hasta el punto de convertirlos en imagen viva de
Jesucristo: en su nombre pueden realizar curaciones y expulsar los demonios. El
Espíritu Santo los ha llenado hasta el punto de hacerlos irradiar esa energía
poderosa que todo lo sana y lo llena de vida y de luz. Los lugares por donde
ellos están presentes se llenan de alegría y la gente da gloria a Dios por lo
que pueden llegar a ver.
Pienso cómo yo también intento
muchas veces encerrarme lleno de miedo ante los retos del presente, lleno de
miedo al verme tan incompetente y tan débil. Pero el Señor Resucitado viene y
me enseña sus heridas llenas de gloria. Son las llagas gloriosas que yo mismo
he reconocido en los pobres, en los enfermos, en los extranjeros y en muchas personas con
nombres y rostros, que me han llenado de luz con su fe profunda a pesar de sus
sufrimientos.
Hoy
siento dentro de mí tus palabras que me ofrecen la paz. Porque tú estás vivo, aunque
estuviste muerto. Ya no hay nada que pueda detener la fuerza de tu Palabra. Hoy
siento que me muestras tus manos y tu costado y que me invitas a tocar tus
llagas como a Tomás para que ya nunca más tenga miedo y pase de ser incrédulo a
ser creyente. Hoy siento cómo la energía del Espíritu Santo entra dentro de mí
porque también me has enviado tu soplo; es la alegría que empieza a abrirse
camino echando fuera el miedo, es el poder de curar y de expulsar todos los males.
Cuando me encierro y me quedo en lo exterior se me escapa todo lo que realmente
está sucediendo, pero cuando entras en mi vida y descubro tu presencia mi
corazón y mi mente se abren a la Novedad de la Resurrección: a la irrupción de
tu Reino.