Quítate
de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no
como Dios. (Mt 16,23)
Cuando Jesús marchó al desierto,
después de ser bautizado por Juan, se tuvo que enfrentar al diablo. Las tentaciones
que le proponía consistían en hacerle elegir el camino más fácil del triunfo y
la gloria. Allí tuvo que resistir para mantenerse firme en la misión que el
Padre le había encomendado: salvar al mundo del pecado; para esto era necesario
cargar con todo el peso del pecado para ser solidario con todas las víctimas
del pecado.
Cuando Pedro, con su mejor
voluntad, intenta convencerlo de que no le suceda algo tan terrible, Jesús lo
llama Satanás, porque está viendo en él la misma actitud del diablo: la
propuesta de triunfar por el método más cómodo. Pero él tiene que cumplir una
misión y la llevará hasta el final.
Pedro piensa como los hombres,
así que piensa como yo, como todos nosotros. Nuestra meta no es nunca terminar
en una cruz como un fracasado, no puede ser buscar el sufrimiento y hasta
perder la propia dignidad. Nuestros pensamientos, más bien, nos llevan a buscar
el bienestar, la ganancia, el respeto de los demás y el reconocimiento de todo
lo bueno que aportamos. En el pensamiento de Pedro no cabe que su Maestro
termine en una cruz como un criminal.
Jesús piensa como Dios. Dios no
quiere el sufrimiento de nadie, no hay que confundirse. Lo que Dios busca es la
felicidad de todos, la gloria de todos y la dignidad de todos. Pero alcanzar
este objetivo pasa por la renuncia a todo y la disposición a llegar incluso a
la muerte. Dios tiene una mirada mucho más amplia que la nuestra, por eso su
voluntad puede resultarnos tan desconcertante.
La pasión y la muerte del Señor
son un paso necesario para que a todos nos llegue la Redención. Así quedará de
manifiesto el inmenso poder que tiene el amor. Cuando triunfa el amor quedan
borrados los pecados y empieza a germinar una nueva humanidad.
Así que ahora toca empezar a
pensar como Dios. Eso, la verdad, es
imposible. No está en nuestras manos. Pero por eso hay que pasar mucho tiempo
con él para conocerlo bien, hay que hablar mucho con él como con el mejor
amigo, hay que escuchar también todo lo que nos está diciendo. Así iremos
entrando en su pensamiento y poco a poco podremos llegar a entender el
pensamiento de Dios.
He puesto en tus manos mi vida, por eso puedo aceptar todo lo que tú
decidas sobre mí. Sé que todo será para mi bien y para el bien de mis hermanos.
Por eso te doy gracias por todo y acepto todo lo que tú decidas.