Una mujer de la ciudad, una pecadora, al
enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de
perfume, y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle
los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de
besos y se los ungía con el perfume. (Lc 7,37-38)
Uno de los artículos de fe que profesamos en el
credo es el perdón de los pecados, y está claro que éste es uno de los mensajes
más importantes de Jesús. Su presencia entre nosotros tenía como objetivo
librarnos del peso de nuestras culpas con la gracia del perdón. Su sangre se ha
derramado por nosotros para el perdón de los pecados.
Me imagino cómo podría sonar este anuncio en todos los que se sabían pecadores y habían llegado a considerar que lo tenían todo perdido. Me imagino cómo recibirían la parábola de la oveja perdida o del hijo pródigo. Sin duda, era toda una sorpresa saber que Dios los amaba con una ternura infinita que los estaba esperando para alegrarse de su retorno y comenzar la fiesta del encuentro.
Me imagino cómo podría sonar este anuncio en todos los que se sabían pecadores y habían llegado a considerar que lo tenían todo perdido. Me imagino cómo recibirían la parábola de la oveja perdida o del hijo pródigo. Sin duda, era toda una sorpresa saber que Dios los amaba con una ternura infinita que los estaba esperando para alegrarse de su retorno y comenzar la fiesta del encuentro.
Me pongo en el lugar de esta mujer. Seguramente
había recibido muchos desprecios y muchos reproches por su vida alejada de la
moral. Ella escucha a Jesús haciéndole una invitación a experimentar la
misericordia que ha venido a traer de parte de Dios. Se enciende en su interior
una luz y recobra su autoestima, comprende su dignidad. Dios en persona ha
venido a buscarla para ofrecerle la salvación.
Me parece que no fue una casualidad que encontrara a Jesús en aquella casa del
fariseo. Andaba buscándolo y encontró el momento oportuno para mostrarle su
gratitud. Fue también una oportunidad para el Señor de anunciarnos el poder del
perdón que nos libera de nuestros pecados.
El texto del Evangelio nos muestra diferentes
actitudes que merece la pena considerar. El fariseo es un hombre seguro de su
piedad y mira con desprecio a la mujer, y también a Jesús por dejarse tocar por
ella.
Jesús, en cambio tiene una actitud de amor hacia
todos. También hacia el fariseo, puesto que ha aceptado su invitación. Pero con
su mirada amorosa descubre el amor que hay en la pecadora y ayuda a Simón a
reflexionar sobre su actitud.
Luego tenemos a la mujer, que ha sentido la
llamada a la conversión porque se ha sabido amada y perdonada.
De todo esto aprendo que no he de sentirme mejor
que nadie ni compararme con otros. No soy juez de los demás, mejor dejaré que
Dios juzgue a cada uno. Yo puedo ser juez de mí mismo para descubrir que
también soy un pecador necesitado de misericordia. Así buscaré a Jesús
agradecido por haber entregado su vida para obtenerme el perdón. Siento que Él
me mira con ternura y que descubre el amor que pongo en todo lo que hago. El
amor es el antídoto contra el pecado. La conversión a la que el Señor me llama
es vivir el amor para que se destruya en mí la fuerza del pecado. No puedo
olvidar que, al final de la vida, el examen será sobre cómo he amado a mi
prójimo.
Señor
Jesucristo, me presento ante ti débil y sintiendo el peso de mis pecados. Tú me
llamas para una misión extraordinaria; para anunciar tu Evangelio y ser
ministro de tu misericordia ante mis hermanos. Una misión para la que nunca
estaré preparado. Pero cada día me sanas con la gracia de tu misericordia. Tú
modelas mi vida según tu corazón. Tu Espíritu pone en mí todo lo que no tengo y
haces así que llegue a ser un instrumento eficaz para el bien del mundo.