Al ver esto, Simón Pedro cayó de rodillas
delante de Jesús y le dijo: ¡Apártate de mí, Señor; soy un pecador! (Lc 5,8)
Recuerdo que muchas veces me he preguntado por qué
se habla tanto del temor de Dios cuando Dios es amor y no es precisamente
temible. Y creo que he comprendido lo que esto significa al meditar sobre estos
textos que nos muestran el sentimiento humano ante la grandeza y la santidad de
Dios.
San Pedro al descubrir que tiene delante de él a
un hombre santo se siente inundado de santo temor. Es como si se preguntara
¿quién soy yo para estar ante el mismo Dios? Creo que es la misma experiencia
de Isaías : cuando se vio en el santuario y contempló la grandeza y la majestad
de Dios, se sintió sobrecogido de este santo temor; o también el mismo Pablo
que se considera indigno de ser llamado apóstol por su pasado fanático.
Creo yo que, desde este punto de vista, es lógico
hablar del temor de Dios. No significa tenerle miedo a Dios, sino sentirnos
pequeños ante su grandeza y su santidad. Pero Dios ha querido hacerse cercano
para que podamos acudir a él con confianza: a Isaías le tocó los labios con un
ascua y borró sus pecados, a Pablo lo llenó de su gracia para que realizara su apostolado
y a Pedro Jesús lo animó y lo convirtió en pescador de hombres.
Ante la
Eucaristía yo me siento también inundado de santo temor. Te contemplo en tu
santidad y grandeza, te descubro tan cercano, experimento tu amor que me redime
y siento tu llamada a seguirte. Entonces descubro que soy pequeño y débil, que
mis pecados me hacen indigno de ti y que no puedo estar a la altura de mi
vocación. Tú me confortas y me animas; me recuerdas que siempre estás conmigo y
que tu amor es mayor que mis pecados, que tu sangre ha purificado mi alma y que
tu Espíritu me hace cada día capaz de anunciar tu Palabra.