Antes de la fiesta
de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo
al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo. (Jn 13, 1)
Me quiero dejar impresionar por este amor de
Jesús hasta el extremo. Él ama sin medida de ninguna clase. Lo da todo y no
espera nada. Es más, los discípulos no estarán a la altura de lo que está
ocurriendo, pero él se entrega hasta el final.
Dos amores muy fuertes descubro en Jesucristo:
el Padre que es quien lo ha puesto todo
en sus manos. Viene de Dios y a Dios regresa. No tiene nada que temer, aunque le
espere la pasión y la muerte. Todo está en las manos del Padre al que se
encomendará en el momento final.
El otro amor son los hombres, los suyos que
estaban en el mundo. Los ama aunque no es correspondido, porque ellos están más
pendientes de sus asuntos.
Como era humano, no puedo pensar que le
diera igual la actitud de los apóstoles que no comprendían nada de lo que
estaba sucediendo. Pienso que para él era triste sentirse tan solo en un
momento tan importante, pero su amor sigue fuerte. Los amó hasta el extremo y
lo dio todo por ellos.
Pasará el tiempo, sucederán muchas cosas y
llegará el momento en que los discípulos descubrirán el don que han recibido de
Dios de tener entre ellos a Cristo y de haber participado en todos estos
acontecimientos tan difíciles.
Señor Jesús
cómo me impresiona hoy saber que soy amado de una forma tan incondicional. Puedo
reconocer que yo no estoy a la altura de tanto amor, de un don tan
extraordinario. Sé que soy ingrato contigo. Sé que protesto por todo y no me
conformo con nada. Sé que recibo muchos dones y que no soy capaz de
agradecerlos porque sigo en mis cosas, en mis manías, en mi egoísmo… porque me
miro a mí mismo y no te miro a ti que eres quien me lo da todo. Limpia esta
mirada mía. Que hoy, al celebrar una vez más la Santa Cena, tu amor me inunde y
tu presencia viva en mí me llene de tu luz.